Los restos del paraíso

Dibujo con marcadores de un wendigo aproximándose por un bosque de árboles muertos.


Una criatura respira cerca de mi ropa. Una criatura, aquella que una vez vi nacer y venir al mundo, apenas un bebé, apenas un retoño, un cachorro, inocente, feliz. Los ojos grandes y verdes se han ennegrecido, embarrados por el fango del sufrimiento prolongado, de la miseria. Las fauces abiertas, los colmillos largos, amarillentos pero afilados, rotos algunos, podridos otros, letales todos. La baba escurre desde la comisura de unos labios reblandecidos, guangos, mustios y tristes, los pliegues ocultando restos de veneno y podredumbre.

Hacía tiempo que no venía por estos parajes, que las sombras alargadas del árbol viejo no me protegían del sol. Tiempo hace ya que las hojas han dejado de nacer, tiempo hace ya que más que un árbol es simplemente un tronco al que el sol y los elementos castigan cada segundo que pasa, cada semana que se detiene, cada año que retrocede. Los recuerdos no sobreviven demasiado aquí, los ecos y sus sombras se disuelven en el polvo del camino, entre la arenilla de una tierra que una vez vio el verde y la fragancia cantarina de un manantial de aguas bellas. 

Su corazón late, visiblemente, a través de la piel que se hunde tanto entre las costillas, a través del músculo inexistente. Seré alimento, pasto para la criatura. Quizá sea lo que merezca, después de haberla dejado aquí a su suerte, de haber confiado en el devenir de las cosas, de pretender que todo estaba bien y luego ignorar, postergar, no atreverme a observar la realidad del antiguo hogar destrozado. Al menos así ya no tendrá tanta hambre, al menos así tendrá sustento para unos días, quizá meses, quizá años. No sé cuánto tiempo puede almacenar comida un animal expuesto al hambre prolongada, uno que sabe que difícilmente encontrará algo así de nuevo.

Pero no es mi culpa, no, ¿cómo podía yo saberlo? En aquel entonces eras una cría de hombre lobo feliz, un cambiapieles de futuro prometedor. Tus ojos brillaban con la maravilla del sol, reías, corrías detrás de las mariposas y en las noches de luna llena permitías a tu figura cambiar, al hombre lobo tomar el lugar tanto del lobo como del hombre, a la abominación pasar de ser algo aterrador y doloroso a ser algo conocido, algo llevadero, algo que podías experimentar. La suavidad de tus rasgos, la serenidad, la resignación, la madurez. Todo llegó demasiado pronto, tanto que confié en que sabrías ya manejar lo que viniera, confié en el adulto que veía en ti, olvidando que seguías siendo un niño. 

Tus ojos parpadean, tu cabeza de hocico largo, monstruoso, de tu forma última, la maldición que tomó control de ti cuando todo se fue por el desagüe, me mira desde debajo de las largas astas. Te había marcado el wéndigo, te había marcado el hambre, la destrucción, la autodestrucción, las garras en la propia piel, la mandíbula contra el corazón del mejor amigo, la sangre de tu familia volviéndose una amenaza antes que una bendición. Ahora estabas ahí, un monstruo, la última definición de lo que se ha perdido para siempre, de la consciencia anulada por la oscuridad, pero aun así...

Quizá si no hubiera confiado tanto en tus padres, si no hubiera desistido de venir a ayudar, creyendo que controlarían la situación y luego, cuando no fue así, sin poder encontrar el valor para afrontar la destrucción y la muerte que habían caído sobre un lugar al que había una vez llamado mi hogar. Quizá todas esas noches de insomnio podría haberlas aprovechado buscándote, buscando ayudar, planeando una forma de acercarme o al menos hablando con alguien de lo que pasó. Pero no, las cosas no siempre son así, lo peor puede pasar y puede aún empeorar. Las soluciones no siempre están a la vista o al alcance, a veces simplemente las cosas se van por el desagüe y tú no tienes el valor de verlo pasar.

Siento tus garras deteniéndose sobre mi pecho, sobre mis ropas deshechas, desgarradas, las ropas de un largo viaje al centro de este país muerto, de esta región desdichada y cataclísmica. Suspiro y cierro los ojos, quiero pensar que con serenidad, pero mis piernas y mis manos no dejan de temblar, pero las lágrimas comienzan a caer, pero el recuerdo de mi hija corriendo por el patio hacia mí no deja de aparecer, no deja de llegar, no deja de... Tus garras se adentran en la tela, tus patas también están temblando y por un momento el mundo se queda inmóvil, a la espera, a la expectativa. Abro un ojo, espío a través de los párpados.

Mi hija nunca me perdonó que no intentara ir a buscarte, que dejara a nuestro antiguo hogar desaparecer bajo la tormenta de la más absoluta destrucción. Primero su mandíbula se cerró, como atornillada, se volvió dura, hostil, sus dientes apretando con fuerza como si intentaran evitar que saliera la voz. Grandes ojeras aparecieron en su rostro, dejó de comer, dejó de prestar atención a su aprendizaje como hechicera. Sabía que algo estaba pasando, sabía que nada de eso estaba bien, pero de nuevo fui incapaz de enfrentarlo. Así que cuando me vi obligado, al verla preparando las maletas para partir a buscarte por su cuenta, exploté, grité, algo que nunca había hecho. Ella hizo algo que jamás hubiera imaginado tampoco. Se irguió en toda su altura de mujer joven, me miró a la cara, desatornilló su mandíbula y...

Un aullido de dolor, un grito, una vertiginosa, una agonizante, sonora, horrible onda sonora me atravesó y ahora sí mis ojos se abrieron de golpe, enormes, asombrados, aterrados. Tu rostro de criatura parecía estar siendo atravesado, siendo bañado por oleadas, espasmos de un dolor eléctrico, de un dolor demasiado grande y poderoso para tu cuerpo debilitado. Tus pupilas casi desaparecían en el blanco de tus ojos, dos puntitos temblando, mirando sin ver, fijos en una visión que parecía horrorizarte, las mandíbulas abiertas, ya sin producir sonido alguno, pero gritando, gritando eternamente. Un vórtice, como un huracán, nos atravesaba a ambos, un vórtice de emociones propias y ajenas, de dolor, de un dolor interminable, cada vez más alto, una sintonía de tortura, de electroshock que subía mucho más allá de todo límite prohibido, el conejo que tiembla y se retuerce y chilla mientras los hechiceros experimentales le lanzan sus hechizos uno tras otro, la enferma terminal del buluctro que apenas tiene edad para comprender lo que le pasa y que grita y llora y llama a su madre en la cama sabiendo que ese es el final, que gracias a los dioses que lo es, porque no podría soportarlo, ya no más, todo ese dolor-

Nuestros ojos se encuentran. 

...Maestro, maestro, ¿por qué me has traicionado? Dónde estabas, maestro, cuando maté a papá y a mamá, cuando maté a mis hermanos, cuando mis amigos y vecinos se derritieron donde estaban parados con la caída del Arca. Responde, te lo suplico, te lo ordeno, te lo pido, responde, ¿dónde estabas, a dónde te fuiste? Prometis-

...La salud, la enfermedad y hasta que la muerte los separe. La promesa, la promesa de que mi hija sería unida en sagrado matrimonio contigo, con tu familia que era la mía, la promesa de una familia feliz, fue tan rota para mí como lo fue para ti. Los cadáveres apilándose en las calles, el olor a carne derretida, creí poder soportarlo, enfrentarlo, y no fue-

...Se levanta el telón y aparece una cuna deshecha y la sangre de todos los presentes en el suelo, el bebé no está en ningún lado. ¿Cómo se llamó la obra? ¿Cómo debería llamarle a la soledad absoluta, a la existencia de diez años que se sintieron como eones atrapado en mi propia mente, deambulando un lugar muerto y simplemente postergando mi propia mue-

...Pero las magias antiguas no servían de nada, lo intenté y no servía de nada. Los sobrevivientes que logramos rescatar del área del cataclismo, todos estaban perdidos. No había nada que pudiera hacerse, nada, intentamos, ambos, mi hija y yo, intentamos revivirlos, regresar su humanidad, curar sus heridas, lavar sus cuerpos, pero siempre-

...Es la única salida. No, no puede ser, me niego a aceptarlo. No, no, no, no, no, no, no. No quiero morir, no quiero morir, tengo miedo maestro, tengo miedo. ¿A dónde irán las almas de los monstruos, a dónde irán las almas de los malditos, de los condenados? ¿Irán a algún lado, tendrán siquiera el derecho a existir en muerte, si no lo tuvieron en-

...Antes de que lo supiera te considerábamos ya parte de la familia, antes que lo supiera la pena consumía a mi hija y a mi esposa y ella venía a buscarte, ella venía a buscar al amor de su infancia. Entonces mi esposa se encerró en sí misma y murió al poco, murió de pena, murió sin que pudiera hacer nada, y cuando mi hija no volvió supe que-

...El olor de la sangre, el olor de la sangre metido en mi nariz como si lo hubieran atascado, como si una mano muy larga lo hubiera dejado adherido a las paredes profundas e inalterables. La locura, la absoluta pérdida de mis recuerdos, de mi sentido de mí mismo, de mi comprensión del mundo. Simplemente llegó de pronto, el wéndigo y-

...Una promesa, al menos puedo cumplir esa promesa. Al menos puedo cumplirla en ese sentido, en esa justicia. No estoy mal, ¿cierto? Estoy en lo correcto, es justo, es el castigo necesario, es lo que necesito para seguir adelante, para superar esto, para que todos superemos esto, para que la historia no se repita. Ya nada puedo hacer más que-

...Un ataúd, clavando los bordes, para que no saliera. No sirvió, nada sirve, no puedo morir, quiero morir, mátame, por favor te lo imploro, mátame. Acaba con esto, acaba con esto, haz que se detenga, que pare, por favor, por favor, por faaaaaaavooooooor, máaaaaaaaaaa - aaaaaaaaa - meeeeeeeeeeeeeeeeeee, de-én eeeee-oooo, páaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa-

...Sí, sí, es lo único, lo único que puede hacerse, el horror debe parar, debe parar. Debe parar. Debe parar. El horror. Que puede hacerse. Lo único. Es lo único. Sí, sí. Es lo único, lo único que puede hacerse. Parar, debe parar. El horror, sí, sí. Parar, debe parar. Hacerse, debe hacerse. Puede parar, el horror es lo único, es lo único que puede parar, sí, sí- 

Una palabra prohibida pronunciada sin aliento. Un destello desgarrador de algo completamente antinatural, una luz negra a la que el calor rehuía. Un eco retumbante, un último estertor, un último rasguño. Silencio. El peso desaparece. La brisa del desierto se lleva como palabras vacías, como tantos otros recuerdos, las últimas partículas que quedan flotando sobre mí, lo que queda de la criatura. Luego nada, silencio, el sol sobre mi cuerpo, mis piernas y brazos pegados al suelo, la voluntad de gelatina, la náusea en el estómago, el corazón ya no partido, si no simplemente inexistente. 

El hechizo más oscuro y prohibido de todos los grimorios, aquel que anulaba la existencia de un ser, la muerte más allá de la muerte, la desaparición absoluta, había sido pronunciado nuevamente. Por quinta o sexta vez en toda nuestra historia documentada. El cambiapieles que fuera alumno mío y que llegase a considerar incluso como un hijo había cesado de existir, la única persona que lo recordaría sería yo, la única persona... Intento pensar que había sido piadoso, acabar con su maldición de inmortalidad con el único hechizo capaz de matar incluso a dioses. Pero no puedo evitar recordarlo, recordarlo jugando con mi hija en el jardín, ambos riendo, lanzando una pelota de un lado a otro, corriendo para pedirme jugo de zolima. Pero esa persona ya no existía. Todo había sido borrado. Sin posibilidad de retorno.

Un gran vacío se alza ante mí. Un gran vacío absolutamente negro y enorme. No hay nada, no siento nada. No hay calor, no hay sol, no hay un cuerpo que me mantenga. Doy un paso hacia adelante y el dolor también se va, la angustia también desaparece, los recuerdos se emborronan, chocan unos con otros, se despedazan contra las piedras del río que lleva a la Estigia. Mi nombre se vuelve una palabra hueca que resuena como el aleteo de un cuervo en mis oídos. Al parecer me he levantado, al parecer mis pies me conducen a algún lugar.

Unos huesos en el suelo, asomándose entre la arena. Huesos roídos, huesos ponzoñosos, huesos viejos, fríos. El dedo anular tiene un anillo, el anillo que perteneció a mi abuela y a mi bisabuela antes que ella para finalmente volverse el regalo de mayoría de edad que hice a mi hija. Cuelga como un trozo de metal, desgarrado por el paso de las arenas, reducido al abandono de todo su valor y belleza. No hay nada ahí tampoco, nada, pero ahí está, otro agujero negro, aún más profundo que el primero. Veo el hueco vacío, la apertura donde debían estar unos ojos determinados, unos ojos que parezco ver como en un espejismo. 

De todas formas la herida está infectada, la maldición del wéndigo me reclamaría tarde o temprano. Vuelvo la palma de mi mano hacia mi pecho y siento salir de mi garganta, en un susurro apagado e indiferente, esas palabras prohibidas.


Texto e imagen de Viento Nocturno

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