Niño malo

-No se nos permite entrar ahí, Isaac.- decía la pequeña Flor, una niña de apenas 5 años, morena y con cabello negro, llevaba dos trenzas. Vestía una blusa roja y y unos pantalones cortos morados. Sus sandalias verdes se perdían entre el pasto.

Isaac, su hermano mayor, era un chico de 14 años con la piel curtida por el sol. Tenía los rubios cabellos totalmente desordenados sobre su cabeza, apuntando en diversas direcciones sin ton ni son, y vestía una camisa sencilla y vaqueros. Iba descalzo, para hacer menos ruido. Bueno, no era exactamente su hermano, no tenían ningún lazo sanguíneo. Pero en el orfanato casi nadie lo tenía. El la había adoptado como hermana menor para protegerla de los demás chicos. Casi no había niñas en el orfanato, y debido a la poca atención que les prestaban las monjas, el ambiente era algo duro.

El muchacho simplemente siguió avanzando hacia la puerta del misterioso edificio de piedra en medio del jardín que desde siempre había sido objeto de leyendas en aquel lugar. Algunos decían que era una tumba, otros que era una posible salida de aquel infierno. Pero todos concordaban en algo: nadie salía de ella. Ni vivo, ni muerto. Simplemente, todos los que entraban, entraban para quedarse. 

Cuando llegaron a la gran puerta metálica, el chico se dio cuenta de que, a pesar de que desde lejos pareciera cerrada, en realidad no tenía ningún candado o alguna especie de seguro. Se podía abrir sólo empujándola. Haciendo caso omiso de las inscripciones que había en la puerta, las cuales estaban en algún lenguaje desconocido, entró en la oscuridad. Flor se quedó en la entrada, sin atreverse a penetrar esa negrura, temblando.

-Isaac, tengo miedo.- dijo. Cuando nadie respondió, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Con trabajo, logró articular- ¿Isaac...? 

Isaac prendió en aquel momento su encendedor, revelando su ubicación en la oscuridad ya no tan profunda. Ahora podía verse su rostro, y los contornos de su cuerpo. También podían verse algunos objetos extraños acomodados alrededor, pero no se distinguía bien qué eran. Isaac le sonrió a Flor para que se calmara, y comenzó a buscar entre las paredes. Finalmente, encontró una antorcha. Al encenderla, se reveló un espectáculo escalofriante. 

El lugar era un mausoleo, estaba repleto de ataúdes de piedra cerrados, y algunos abiertos. Por suerte los abiertos están vacíos, pensó el muchacho, tragando saliva. Sin embargo, al alzar la vista, notó que un poco más allá, cruzando la habitación, estaba un túnel, que, por los sonidos que le llegaban de su interior, conducían a las alcantarillas y muy posiblemente a la salvación. Se volvió hacia Flor, sonriente, a punto de decirle que todo estaba salvado, pero las palabras murieron en su boca. 

Jamás había visto los ojos de Flor abiertos de esa forma, con las pupilas tan dilatadas, mirando tan fijamente, todo su cuerpo tan tieso e inmóvil. Sus labios estaban también inexpresivos, algo muy inusual. Normalmente, triste alegre o enojada, sus labios siempre dibujaban alguna mueca. Pero en aquel instante, se limitaban a existir, ocultando sus dientes, sin ninguna otra función aparente. 

Se giró para ver lo que ella veía, y la sorpresa casi lo hace soltar la antorcha. A pocos pasos, colgado de la pared, estaba el retrato de una monja. Era muy antiguo, pero estaba tan bien pintado que, incluso tras el desgaste, daba la sensación de ser una persona de carne y hueso, y no una figura con óleo sobre tela. Su rostro severo, sus ojos casi llameantes, y su leve sonrisa malvada la hacían parecer más un demonio que una monja. 

Justo cuando se disponía a volverse para tranquilizar a Flor, sintió un fuerte golpe en la cabeza, y el mundo se tambaleó frente a sus ojos, para después desvanecerse en una tranquila oscuridad. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba acostado, atado de pies y manos, en uno de los ataúdes de piedra vacíos. Sin entender muy bien que hacía ahí, se sorprendió aún más cuando se giró y se topó con Flor, mirándolo, parada a un lado de la losa de piedra que sellaría su destino para con la oscuridad. Le habría aliviado verla, de no ser por su mirada inexpresiva, con las pupilas dilatadas, y de su sonrisa leve, pero cargada de maldad, idéntica a la de la monja. 

Trató gritar cuando Flor empezó a cerrar su última abertura hacia la luz, hacia el aire, hacia la vida con la piedra, pero no pudo, la voz no le salió, tal era el pánico que lo dominaba.

-Niño malo, has sido un niño muy malo al tratar de escapar. Por eso es que debes ser castigado, para asegurarnos de que jamás sales de aquí.- dijo una voz que no parecía la de Flor pero que salía a través de sus labios. 

Una vez hubo encerrado a Isaac, la chica, ignorando sus gritos cada vez más desesperados y sus golpes, se acercó a la puerta. La cerró por dentro, pero sin poner ninguno de los seguros, de modo que pareciera cerrada, pero que en realidad estuviese abierta. Para más niños traviesos que se ofrecieran como sus posibles acompañantes de tumba. Soltó una risa traviesa, mientras ella misma se acostaba en una de las cajas de piedra, y, con una fuerza muy superior a la que debería tener una niña de 5 años, cargaba la losa para ella misma ponerla bloqueando su salida. 

Para aquel entonces, Isaac ya se había callado, pero para sustituirlo llegaron otros gritos, los gritos de una niña, una niña que pataleaba, arañaba, desesperada por salir de aquella prisión mortal. El oxígeno se le acababa rápidamente, y sus uñas ya se habían caído de tanto arañar la roca inútilmente. Justo antes de que toda su mente se ennegreciera, le hubiera parecido escuchar la voz de una anciana mujer, una voz severa, dura, cruel y despiadada: "Niña mala, eres una niña muy mala."

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