La Caminante
Alba sonrió, y subió a la azotea a bailar en la cornisa. Desnuda, libre, con las parvadas de aves madrugadoras sobre su cabeza de cabellos largos que saludaban a los mirones indiscretos gracias a la acción de ehecatl, o el viento, como quiera decírsele. La muchacha rió al descubrirlos, al mirar en sus ojos aterrados y a la vez maravillados el reflejo del sol naciente, mientras ella saltaba en un pie y luego en el otro al borde del abismo, encantada con el frío que le golpeaba las plantas de los pies con su látigo. - ¿Por qué estás tan feliz de lastimarte tanto los pies? Una dama decente debería tenerlos delicados y bien cuidados, blanditos y pequeñitos, mira, justo así, como estas muñecas.- le decían las personas del pueblo de vez en cuando. Pero ella sólo les sonreía, tomaba aire, y se disponía a responder su bastante directa observación. - ¿Acaso se supone que cada vez que me rompa un tobillo haya un príncipe ahí para cargarme el resto del camino? ¿Se supone que alguien má