Gloria

Una mano blanca de porcelana sosteniendo unas uvas sobre madera, blanco y negro.

"Fue en octubre del 68
que probamos la gloria"
dice mi abuelo orgulloso
siempre que cuenta su historia.
"Tu generación no entiende
lo que es luchar por la vida,
alzar el puño a la muerte
y atrincherarse en la avenida,
mis compañeros murieron
por darte estas libertades
que ahora tú desperdicias
en puras banalidades".

"¿Qué hacer"
pensaba yo
"para a mi abuelo enorgullecer?
Que las luchas del ayer están todas acabadas
y hoy por hoy no puedo ver
hacia dónde navegar
para poder encontrar
ese rojo atardecer,
al oeste las montañas
todo siempre ocultan ya,
sólo puedo contemplar
hacia el cielo pensativo
mientras a mi abuelo
oigo su vida relatar.

Mano azulada de cerámica sostiene unas uvas bajo una iluminación antinatural y sobre un fondo negro.

Observo en silencio
surgir desde las sombras
iluminado por la luna
de un sueño inquieto
al objeto de todo
mi obseso deseo.
La mano de la gloria
en que reposan las uvas
con que se obsequia a los héroes
que por sus naciones luchan,
pienso en Aquiles y en Hércules
y en el Argo y en Teseo,
pienso en la persistencia de Eneas
y en el viaje de Odiseo.

Me envuelvo en un velo y espero
mientras afuera cantan las aves
y los niños juegan al norte
mientras sus padres trabajan
y alguien lava los platos
ante cocinas de mármol,
me envuelvo en un velo y espero.
Llega la noche clara
con sus doscientas estrellas
pero yo sólo puedo ver una:
allá distante, en el oeste
el ojo rojo del gigante
Aldebarán
me mira con fijeza.
Me envuelvo muy adentro
entre los pliegues de mi velo
y espero.

Mano de porcelana sobre madera negra que sostiene unas uvas las cuales brillan con un tono dorado y tentador.

Finalmente llega la oportunidad soñada:
el servicio militar.
Los ideales concluidos,
las garantías conseguidas
de patria y libertad
juro yo defender bajo mi puño y sangre,
que mi corazón arrancado
sea ofrecido al dios guerrero
mientras por los escalones de piedra
se escurra
mi sangre.
Estoy listo para morir
besando mi bandera
y cuando salgo a la calle
alzo la cabeza con soberbia.

Allá afuera hay gente que necesita mi protección;
los niños que lloran
bajo las camas
de sus padres secuestrados,
las chicas vendidas
en las sombras
y los tramposos que pretenden
alterar nuestra paz.
De pronto una llamada extraña
de una voz desconocida:
"Le he dado a tu comandante la orden
de desplegarte contra un sujeto,
no tienes que saber los detalles
pero es un verdadero riesgo.
Quiero que vayas a esta dirección
en compañía de tu pelotón
y te encargues en silencio
de ese maldito necio,
que yo muy buenamente
te recompensaré por ello".

Mano de porcelana sobre madera negra sosteniendo unas uvas que parecen congeladas mientras todo se ve iluminado por una luz helada, fría, triste.

Tengo dudas al entrar
por la puerta del burdel,
siento mil ojos en mi cabeza
fijados con gran desdén
cuando me acerco con mi compañero
a preguntar por el cantinero.
¿Será legal este lugar?
Está en el seno de la ciudad
pero no se nos ha pedido
que lo vengamos a catear,
¿será legal este lugar?
Un hombre muy gordo de traje
desvía la mirada
y oculta su rostro tras una
máscara veneciana.

Hace años que no hablo con mi abuelo,
el viejo orgulloso se ha quedado
allá en la tierra de los recuerdos
y está convencido de que he
traicionado a mis hermanos
al venderles mi vida
a los uniformados,
pero yo sé que se equivoca,
¿no hemos detenido
tanto crimen terrible
por la paz de sus almas?
¿No hemos traído estabilidad
a la montaña y el valle
 para brindarles prosperidad?
Una mujer de rojo sale
de un cuarto allá al fondo
y en el interior logro ver
un chamaco sin ojos.
El niño no tiene
más de cinco años
y la mujer enmascarada
se acomoda sus perlas
y se relame los labios
sonriendo sin modestia.


"Beso tus sienes de oliva
para salvaguardar la paz divina".
La llamada de mi sargento a Reforma
se produjo sin aviso ni demora
y al llegar me topé con la visión
de aquello a lo que tenía horror.
"¡Guerra, guerra, sin tregua
a los chairos montoneros!"
No podía ser, no podía aceptarlo,
aquello estaba atentando a todo lo que había logrado,
marché con mis compañeros
pisando las flores naranjas
y las arrastré con mis suelas
marcando el camino a los muertos.
"¡Que retruenen las armas,
que sus ecos resuenen!"

No quiero pensar
pero no puedo evitar notar
que ellos no están armados
y de pronto, cuando menos lo espero,
estoy pisando algo líquido
que huele a metralla
y a rosas en invierno;
las flores en los jardines
se tiñen del color
del ojo del minotauro.
Ya nadie grita consignas
ni nombres
ni órdenes,
tan sólo gritan las armas
las gargantas, los motores.
Se derrumban con hórrido estruendo
unos inmuebles con todas sus torres
mientras les sigue de cerca el silencio
y una mujer anciana desde su destierro
nos lanza a la cabeza
el contenido
de su aseo.
Una bala desconocida
besa su frente
y ante mis ojos los suyos
se alzan a los laureles,
pero los míos se desvían,
ya no la miran
si no que observan muy lejos;
allá por los mil metros
entre los cuerpos jóvenes
yace también mi abuelo.

Cuando caigo sobre mis rodillas
ya sin evitar desbaratarme
oigo, como muy lejos,
desde todos los televisores
 clamar al himno nacional.

Texto e imágenes de Viento Nocturno

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