Nuevamente, el sol de las tres de la tarde

Cucaracha rubia captada de noche en una pared blanca.
 
ADVERTENCIA: CONTENIDO DELICADO RELACIONADO CON LA SANIDAD MENTAL, REPRESENTACIÓN DE UNA PSICOSIS.

La ventana es pequeña, apenas entra la luz entre sus barrotes, un cuadrado solar que navega con las horas a lo largo del suelo, sucio y muy necesitado de una barrida, de las paredes, blancas y sin chiste, del techo, tan distante y tan cercano, con un bulbo de luz colgando como el pezón necroso de una vaca vieja y enferma. Afuera se alcanza a ver una calle, una ciudad, un auto que pasa, las aves que le hacen popó en la cabeza a las señoras, los borrachos que necesitan vomitar en alguna parte, los niños cuyas madres necesitan llevar a mear a algún sitio, unos árboles olvidados, el concreto, el granito, el gris de una existencia irremediable. Es un mundo aburrido, un mundo estúpido y sucio y completamente absurdo. Es el único consuelo que tiene mientras aprieta sus manos, enroscando los dedos alrededor de las varas de fierro hasta que los nudillos están blancos y las uñas se entierran en las palmas y la ventana parece moverse ligeramente, como si su fuerza pudiese otorgarle libertad.

Un colibrí entra volando, confundido, drogado por el humo de la ciudad. Da un par de vueltas e intenta picarle el pezón, así que lo ahuyenta con un manotazo. El ave cae al suelo y se queda por un momento quieta, las alas estiradas y vibrando de vez en cuando, el pecho agitándose frenético, las patitas moviéndose desordenadamente. Entonces parpadea, parece darse cuenta de dónde está, de la suciedad, la penumbra, el polvo, la ausencia de cualquier cosa viva y bella. Si pudiera probablemente haría un mohín antes de irse, una mueca de desdén dibujada en su pico acompañada por la repulsión, la náusea, el deseo de alejarse a toda prisa y olvidarse que en el mundo existe, de hecho, la miseria. 

El sol parpadea también, parpadea entre las nubes de lluvia ácida y lluvia seca. Bosteza, su boca de dientes irregulares con el aliento de varios días almacenado le deja un sabor ácido, a bilis, en el fondo de la garganta. Toma un vaso sucio de agua y sin importarle las partículas no identificadas que flotan bajo su superficie bebe con premura, su garganta doliéndole, quemándole ligeramente, como si ya no reconociera en el agua un líquido vital si no un veneno mortal. Su cuerpo se estremece. Quizá debería de ponerse algo encima ya, está atardeciendo y el frescor del viento comenzará a soplar. Busca dentro de su armario de puertas rotas retirando con mano impaciente a las arañas, los cadáveres de cucaracha. Un suéter pálido, descolorido, las mangas destrozadas, es lo mejor que puede encontrar. Aunque le quede chico, aunque le pique, aunque huela ligeramente a polvo y a olvido. 

A eso de las tres de la mañana no lo soporta más. Agarra su brazo y dando un grito que no se escucha nada más en su cabeza rasguña su piel, la golpea hasta que se pone morada. Se rasga las ropas, se las quita todas, tiembla de frío y jala las cobijas sucias y maltratadas de la cama para cubrirse con ellas, para desaparecer en su interior. Pero no lo soporta, son demasiado calientes, demasiado ajenas, demasiado extrañas, demasiado... Recorre la habitación con una mirada desesperada, las pupilas temblando en sus ojos, las manos abriéndose y cerrándose como oxidadas, la espalda encorvada. En la esquina, sucio, rodeado de insectos vivos y muertos, manchado, roto, el relleno saliendo por un costado, un osito de peluche se encuentra de cabeza mirando hacia la pared, como castigado. Sus pasos son rápidos, sus pies desnudos ignorando las patitas de los cadáveres que se le quedan a veces atrapadas entre los dedos. Ahora está frente a la esquina, ahora está levantando al osito, ahora lo abraza con todas sus fuerzas.

Con pasos atolondrados de gallina descabezada, el cuerpo temblando y como desdibujado, vuelve a la cama. Se sienta en el centro. Comienza a balancearse lentamente de adelante hacia atrás como un péndulo. Recuerda haberlo leído alguna vez, aquel cuento de Poe. El pozo y el péndulo. Le parece pretencioso imaginar que un ser humano fuese capaz de conservar su sanidad tan intacta después de esas desesperantes horas de cautiverio con las ratas y la oscuridad. Seguro, la desesperación del personaje se sienten, su horror es palpable, ¿pero su locura? Quizá muy poca, al menos eso piensa. Acaricia la suavidad de la tela, aspira profundamente el aroma que, apenas perceptible ya, continúa residiendo en su interior. Cierra los ojos y comienza a tararear una melodía mientras abraza, abraza con fuerza y con absoluta desesperación al oso de peluche.

Sí, aquella era otra época, sin duda. Aquella, la época en la que él aún no la conocía, en que la dama del vestido rojo no había aparecido en su vida todavía. Eran tiempos más simples, si sufrías te quejabas y luego pasaba, luego ibas por un helado y todo iba de maravilla. No había miseria, vivía con sus padres en un piso en Pedregal. Algunas personas preguntaban por él, algunas personas se preocupaban por él. Luego había llegado ella, con su sonrisa y su mirada fija y su boca dulce que pronunciaba susurrando promesas a su oído. Se había sentido seguro, se había sentido bien. ¿Por qué iba a desconfiar? ¿Qué era lo que se supone que tenía que hacer, si no sonreír, si no ser amable, si no ser cortés?

Entonces había pasado Aquello y todo se había ido a la mierda.

Aquello...

Lleno de una furia incomprensible, lanza al osito de vuelta a la esquina de la habitación. Luego se echa hacia atrás en la cama, su garganta emitiendo una especie de grito gorgoreante mientras sus manos se aferran a las sábanas y su espalda se contorsiona como si estuviera a punto de sufrir un ataque, a punto de convulsionarse. Pero no se convulsiona, no, el dolor no le permite eso, simplemente llena su cuerpo y lo retuerce por dentro sin necesidad de manifestarse físicamente, sin necesidad de ser algo, como una nada parasitaria que sabe que puede contar con sus propias acciones para manifestarse. Sus uñas se dirigen hacia sus brazos y se entierran profundo. Su estómago se agita, amenazador, mientras da vueltas y se retuerce y grita y gruñe y se golpea. No, no, no. Debe dormir, debe demostrar que está haciendo algo, cualquier cosa, que está intentándolo, que no está siendo solo un estorbo, solo una basura, solo... 

Se desmaya y ahora está en un cubo de cristal, desnudo, cubierto de suciedad, con todas sus pertenencias sucias, decrépitas, rasgadas, las cucarachas caminando dentro y fuera de los pliegues de sus cobijas. Alrededor del cubo la gente se acerca y mira y señala y se ríe y le lanza cadáveres de insectos y se burla de sus gritos y se mofa de sus lágrimas y se regodea en la imposibilidad de ir a cualquier sitio del animal en el centro de la exposición. Cuando por fin la multitud se dispersa puede ver claramente a una mujer que lo mira fijamente, con una sonrisa roja y un vestido rojo y un sombrero rojo y una maleta roja, pero el pelo y los ojos negros, negros, negros y profundos y oscuros y tenebrosos. 

La mujer se acerca. 

Gritando en su jaula se echa hacia atrás e intenta desaparecer. 

La mujer se acerca. 

Como una cucaracha se esconde entre los pliegues y busca hondo, muy hondo, estar debajo de todo.

La mujer se acerca.

Una mano de uñas rojas y largas y afiladas aparece desde uno de los pliegues, los dedos doblándose casi con delicadeza sobre la tela, retirándola lentamente. Ella lo mira con sus ojos negros y pequeños, sus mandíbulas abriéndose y cerrándose, sus antenas tanteando alrededor, la carcasa café de su cráneo ladeándose hacia un lado y después hacia el otro con curiosidad o con hambre o con... 

Cuando se despierta sus pupilas tiemblan, como bailando en sus ojos. Su cuello le duele, su cuerpo le duele, durmió tirado contra la pared. El sueño se desvanece porque es lo máximo que puede hacer su mente, todo el esfuerzo que puede emplear en el estado en el que se encuentra para no dejarse caer para siempre. Confusión, aletargamiento, sed, hambre, la búsqueda de un plato de frijoles cubierto de moscas y de otro vaso de agua en el suelo afuera de la puerta, el sonido de risas en la distancia, la sensación de ser observado, la puerta cerrándose a toda prisa. Una vez más, el sol de las tres de la tarde le da de lleno en la cara. Afuera, desde la ventana, se escucha una sirena, de una patrulla o una ambulancia, alejándose a toda velocidad y perdiéndose en la cacofonía del lamento de los habitantes. 

Imagen y texto por Viento Nocturno.

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