La sombra que dejó atrás
Se apagaron las luces de la sala y ahí lo dejaron, sentado en el sillón. Creyeron que estaba dormido, inclusive dejaron la televisión encendida porque sabían que el murmullo de las voces y la música con el volumen bajo le ayudaba a tener un sueño más tranquilo. Claudia, la esposa, ni siquiera esperó a averiguar si su esposo acudiría al lecho. Últimamente se habían aburrido, se habían hartado el uno del otro y en lugar de amor mataban las horas ella leyendo, él viendo la tele, ambos trabajando de más. Cuando sus hijos le desearon las buenas noches desde el pasillo y se retiraron, dejando así todas las luces apagadas exceptuando la de la lámpara de la sala y la de su habitación, el conde Drácula miraba con ojos vidriosos desde su ataúd un vacío oscuro más allá de todo recuerdo, de toda vida humana, por suerte aún atrapado entre las páginas.
Fue ella la primera en despertarse a la mañana siguiente. No le extrañó la frialdad de las sábanas, atribuida a la falta de un cuerpo vivo que las calentase. Como todas las mañanas se puso sus pantuflas, fue a asearse al baño y ya arreglada para el trabajo se dirigió a la sala para despertar a su marido y que hiciera el desayuno de los chicos. Como es de esperarse, ese día faltaría al trabajo, tendría que tomar un permiso especial que de todas formas consiguió sin problemas. Emergencia familiar y un poco biológica, el miedo a que el olor asustara a los niños, la paranoia con el calor y la podredumbre, las sonrisas gélidas y las abusivas ofertas de los agentes funerarios, la abuela que ofrecía a los niños quedarse el fin de semana con ella para apoyar a su hija, su suegra estrellándose contra el suelo de la sala y comenzando a llorar a gritos, las miradas de los vecinos, todos los mensajes de familiares y amigos, las tarjetas para el funeral, escoger el ataúd, obsesionarse con cada detalle de la organización de la ceremonia, enterarse por su abogado de que había una caja en el sótano de su propia casa que sólo podía abrir cuando su marido muriese, intentar convencer al directorio de que podía volver a trabajar sólo para que le dieran unas breves vacaciones obligatorias...
Más pronto de lo que le hubiera gustado, Claudia se quedó sin cosas por hacer, sin actividades con las que enterrarse. De pronto se detuvo, parada en medio del pasillo de su casa, sin estar segura de a dónde dirigirse. Parpadeó, primero lentamente con confusión, luego con furia. Las puertas de la casa estaban todas cerradas, todas las luces apagadas y el sol de la tarde moría sobre los jarrones del trastero con una luz ensangrentada. ¿Desde cuándo era tan eficiente...? O sería que había hecho las actividades con tal energía, con tanta ira, que simplemente había arrasado con todo. De pronto, en medio del silencio del espacio vacío y las puertas que no llevaban a ningún objetivo, el cuerpo de Claudia se encontró despatarrado en el suelo recostado contra un muro cual muñeca de trapo.
Pocas veces nos sucede esto, pocas veces se invierten los roles. El espacio liminal de pronto se convierte en el espacio habitado, el lugar de tránsito en el estacionario y los recuerdos se desdibujan, se confunden con el presente, los pensamientos se desbordan y uno corre el riesgo de ahogarse; y es que era la primera vez que estaba, como tal, en ese corredor, en esa arteria de su propio hogar. Sus ojos, húmedos y cansados, vagaron como buscando un signo familiar en aquel espacio que tantas veces había observado y del que tan poco recordaba, tantas memorias de su existencialidad tiradas a la basura al ser juzgadas de irrelevancia, y entonces se sintió extraña, como una intrusa en un espacio que no le pertenecía. Las flores del jarrón no le pertenecían, los retratos en las paredes no le pertenecían, los marcos de las puertas no le pertenecían, la alfombra, las sombras que se alargaban desde la sala...
Casi se sintió vomitar, la bilis llegó a tocar su lengua cuando se levantó de golpe y corrió hacia allí, el aire apenas llegándole a los pulmones. Sus ojos enloquecidos se giraron con tal velocidad hacia el sillón que le escocieron un poco, pero de inmediato la tensión amainó. El sillón donde había encontrado a su esposo muerto estaba vacío, tal como debía ser, y de pronto la visión del sillón vacío y el conocimiento de que su esposo nunca volvería a sentarse en él la golpearon con la fuerza vibratoria y aturdidora de una campana. El dolor la atravesó y la hizo estremecerse y acercarse gimiendo y llorando, doblada sobre sí misma, hasta que llegó al sillón y pudo acurrucarse en su asiento. Todo el dolor se desbordaba, estaba saliendo de su cuerpo con tanta intensidad que le dolía, lo sentía físicamente sacudiéndola desde dentro. Por supuesto que eso consiguió que se olvidara rápidamente de lo que había creído ver en las largas sombras de la sala.
Entonces comenzó la lenta vuelta a la normalidad, el olvidarse de hacer el desayuno porque él era quien solía encargarse, el asumir que alguien estaba viendo la tele cuando esta era dejada por los niños por error encendida, el silencio de sus hijos, los juguetes acumulando polvo en sus estanterías, las salidas cada vez más constantes de los dos mayores, como si temieran quedarse solos en casa, en contrapunto con la obsesión de los pequeños quienes habían pasado a querer estar casi todo el tiempo en la sala. Ella habría deseado quedarse sola al menos una vez al día, pero a la vez en secreto les agradecía a sus hijos el no desaparecer, el no ir a dormir a casa de amigos, el comer con ella, acompañarla a hacer las compras, ayudarle a preparar los huevos para que estos no se quemasen. También vino la abuela de los niños, su madre, para cuidarlos mientras ella trabajaba, ayudarle un poco. Quizá también se sentía algo sola, era evidente que desde que había muerto el abuelo estaba muy decaída. Su suegra en cambio procuraba encontrarse con ella en la calle o en el trabajo, en todo caso la invitaba junto con los niños a comer a su casa, era evidente que no deseaba volver a pisar la sala donde su hijo había muerto.
Claudia agradecía sin duda toda esta ayuda, el apoyo de sus amigas y amigos, las invitaciones por parte de otros padres de la escuela de sus hijos, para llevárselos un rato y ayudarles a despejarse. Pero lo cierto es que, aunque la aterraba, un pequeño grano de curiosidad, de deseo, casi de morbosidad comenzaba a crecer en la parte de atrás de su psique. ¿Qué pasaría si ella se quedaba sola en casa, qué haría, cómo se sentiría, en qué pensaría? Era como si, de nuevo, su dolor hubiera permanecido anestesiado por demasiado tiempo y la sensación de hormigueo en las extremidades le indicase que era momento de retirar la anestesia y permitir al dolor descender como un ave de rapiña sobre su persona. Octubre llegó, con él llegaron las fiestas de Halloween, el salir a pedir dulces y la posibilidad de quedarse a dormir en casa de amigos, las disculpas de su madre que necesitaba ir a su casa para preparar su propia ofrenda de día de muertos y la comprensión de todo el mundo cuando expresó el deseo de preparar su ofrenda ella sola.
La tarde del día de brujas la pasó ella, efectivamente, decorando para el primero y segundo de noviembre. Sobre el papel picado, entre las velas, a la foto de su padre y a la de sus abuelos se sumaba ahora la de su esposo y amigo. Guayabas, sus frutas favoritas, incienso, sal, pétalos de cempasúchil, flores enteras en sus macetas, pan de muerto en pequeñas bolsas para que no se pusiera malo y los niños comieran después y por supuesto, comprar los ingredientes para al día siguiente preparar mole rojo con pollo, arroz con verduras y tamales para comer con sus hijos y dejar una porción para los muertos, igualmente cubierta con plástico para evitar atraer insectos. Esta vez el dolor no fue paralizante, fue más bien como una marea que la cubría poco a poco, una ola que subía y bajaba a través de su cuerpo, en lentas exhalaciones que venían acompañadas de llanto y estremecimiento. Era cálido, tranquilizante, casi bello estar preparando la ofrenda, sin duda le hacía bien a su mente. Así podía ignorar además el hecho de que aún no estaba lista para abrir la caja del sótano...
Entonces llegó la noche, el silencio, el vacío real y tangible dejado por sus hijos, todos fuera, los mensajes de texto y las llamadas para asegurarse que todo estaba bien pero que eran una excusa para ella misma sentirse bien, las paredes vacías, la sala en la penumbra, las puertas cerradas. Dejando la puerta abierta como siempre Claudia se metió en la cama para continuar leyendo Drácula, pero justo cuando estaba empezando a sumergirse de lleno en la lectura un sonido la distrajo. Las voces de los presentadores y la música de fondo de un programa de televisión llegaban desde la sala. Por un momento sintió exasperación y hastío, estuvo a punto de gritarle a sus hijos que fueran a apagar la tele pero entonces lo recordó, ella estaba sola en casa. ¿Sería aquello un error del aparato, una mala sincronía con el control remoto de algún vecino? Realmente lo deseaba, porque su espalda de pronto se sentía fría y sus pies pesados mientras avanzaba por el pasillo.
Las luces parpadeantes brillaban en medio de la sala, opacando con sus colores y su luminosidad el tenue resplandor de las velas del altar. Sintiendo que sus ojos dolían buscó de inmediato el interruptor de la luz y al encenderlas de inmediato localizó el control remoto: estaba en el reposabrazos del sillón de su esposo, el cual estaba claramente vacío. Con una mezcla de alegría y desasosiego se apresuró a tomarlo y oprimir el botón de apagado apuntando a la pantalla, pero entonces notó algo más: en el asiento del sillón había una guayaba a medio comer. ¿La habría dejado ella allí en la tarde? No lo recordaba, pero honestamente, aunque fuese de hecho el espíritu de su esposo, no deseaba permanecer en esa sala ni un minuto más, así que desconectó la tele y se fue a su habitación, en esta ocasión cerrando la puerta.
El primero y segundo de noviembre llegaron a su hogar sin ningún incidente, salvo que se pudiera dar crédito a los niños, asegurándose que no se habían comido ellos los alimentos de la ofrenda. Claudia sólo reía y negaba con la cabeza ignorando el pensamiento invasivo que en la parte de atrás de su mente le susurraba palabras gélidas al oído. Tampoco era de extrañar que los menores pasaran aún más tiempo en la sala, jugando y a veces hablando solos, era normal para los niños en estado de duelo generar un amigo imaginario para lidiar con la pérdida de un ser querido, ¿y su propia ansiedad con respecto a ahora dormir con la puerta cerrada y con seguro? Bueno, cada quien vivía el duelo de una manera distinta, ¿no? El suyo en particular, de un tiempo a acá, parecía caracterizarse por una serie de parálisis de sueño en las que, sin falta, veía a una sombra negra, muy alta, con unos ojos brillantes y redondos como pequeños faros que abría la puerta de su habitación y se le quedaba viendo desde el pasillo, el cual solía estar iluminado por una extraña luz azulada y parpadeante que después de muchas parálisis comprendió era la de la televisión encendida. El despertarse y ver que la puerta en realidad estaba cerrada era siempre un alivio para sus nervios.
Su madre no quiso volver a ayudarle a cuidar de los niños. En sus propias palabras el pasar el día de muertos viendo las antiguas fotos de su esposo le había despertado una tristeza de la que no deseaba intentar recuperarse en una casa ajena que pasaba por su propio estado de pena, aunque todo esto lo había dicho mientras miraba constantemente alrededor y sus ojos parecían irse sin parar hacia el sillón de la televisión, en la sala. Eso ya había comenzado a sonar alarmas de que seguir ignorando aquella situación no podía ser en la cabeza de Claudia, pero la verdadera sirena de emergencia no se activó hasta la mañana de un viernes en que la llamaron a la escuela del menor de sus hijos. De acuerdo con su maestra, el pequeño había estado asustando a los demás niños haciendo dibujos horribles y contándoles historias aterradoras sobre que su padre seguía viendo la televisión pero parecía atrapado en su sillón mientras que una sombra negra, muy alta, de ojos brillantes y redondos iba por él siempre a su habitación y le decía cosas "bastante grotescas y perturbadoras".
Algo andaba muy mal, ella lo supo de inmediato. Aquello no era su esposo, era algo más, algo oscuro que había entrado en sus vidas sin ser invitado y que al parecer también atormentaba al espíritu de su marido. Por supuesto también podía tratarse todo de una paranoia colectiva, de imaginaciones producidas por un duelo más que difícil, pero ella no estaba dispuesta a probar su suerte si no estaba segura de que su familia estaba a salvo, de que todos estarían bien. Al regresar los reunió a todos y les dijo que iba a enviarlos de vacaciones con los abuelos en tres días, que ella se les uniría antes de la víspera de navidad porque ella tenía que resolver algunas cosas sobre la casa. En privado ya había hablado con el menor de sus hijos y aparte de tranquilizarlo para que no se asustara demasiado logró que le explicara algunas cosas más sobre esa sombra tan extraña que ambos, madre e hijo, habían estado viendo en sueños. Sin embargo aquello, fuese lo que fuese, pareció también tomar una resolución y en el momento en que los hijos aceptaban el plan un pájaro se estrellaba contra la puerta de entrada, muriendo al instante.
A partir de entonces empezó la verdadera pesadilla. El primer día fueron puertas que se abrían o cerraban, pasos, aparatos electrónicos encendiéndose, objetos moviéndose de lugar y al anochecer encontró al menor de sus hijos caminando dormido por la casa a oscuras hablando con alguien o algo como si intentara tranquilizarlo. El segundo día un enjambre de moscas y muchas hormigas aparecieron en el interior, sus hijos comenzaron a ponerse nerviosos porque aseguraban creer ver algo todo el tiempo por el rabillo del ojo, su hijo mayor se sorprendió al verla en la sala pues juraba haber escuchado que su voz le gritaba que bajara a ayudarle con algo en el sótano y al caer la noche todos oyeron algo muy grande y pesado que caminaba por el pasillo, golpeando en todas las puertas con violencia. Obviamente cuando se fue todos fueron al cuarto de su madre para dormir juntos, pero a la mañana siguiente eso probó ser un error, pues sus maletas habían sido saboteadas, su contenido esparcido por toda la casa y la de la hija mayor en particular siendo encontrada en el sótano. Llegó así el tercer día, con sombras deformes espiando tras las cortinas de las ventanas, voces audibles hablando en habitaciones vacías a plena luz del día, gruñidos desde el sótano, la comida poniéndose mala y el gato escapando de casa con el lomo completamente erizado.
Al caer la noche todos se reunieron en la habitación de la madre para dormir, pero fueron despertados en la madrugada por los gritos de la hija mayor. Al parecer había salido de la habitación para ir al baño y mientras estaba allí se habían ido las luces y algo le había mordido en el vientre, las marcas amoratadas de los dientes perfectamente visibles. La oscuridad se sentía pesada y el silencio muy liviano, como si algo estuviera esperando a que la madre se aventurase a explorar, pero ella obviamente no lo hizo y esperó con sus hijos hasta la mañana, en que todos ellos se fueron muy aliviados rumbo a casa de la abuela. Ella los despidió en el camino de entrada con una sonrisa cansada y luego se volvió hacia la puerta, notando de inmediato cómo una de las cortinas de la entrada caía hacia un lado como si alguien hubiera estado espiando desde dentro. Con un suspiro ella entró, sintiendo que su corazón se encogía y sus miembros apenas le respondían mientras se adentraba en el sitio que una vez había llamado hogar.
Ignoró la visión de la silueta de la sombra de su esposo, claramente sentado en su sillón. Ignoró las dos luces redondas que brillaban en el pasillo e ignoró el olor a podrido que reinaba en la cocina. Bajó los escalones del sótano tras encender la luz y sintió como si una multitud de ojos y voces se fijaran en ella y comenzaran a cuchichear en voz baja. Escondida tras un fondo falso en una repisa que ella había usado un millón de veces había una pequeña caja de terciopelo negro con su nombre y el de su esposo entrelazados en la tapa. La abrió con cuidado, usando la pequeña llave que le había dado su abogado y descubrió una larga carta que le había dejado su esposo, acompañada de algunas fotos y unos cuantos objetos.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, sintió todo su cuerpo estremecer y se dejó caer lentamente al suelo. Una mancha, una sombra negra cubría las amorosas palabras de despedida de quien había sido su esposo y su amigo. Era innegable cuál debía de ser su deber, aunque no podía creerle a su esposo cuando le decía que él había tenido que aceptarlo cuando su tío se lo pidió al morir, todos tienen una opción. La suya sin embargo estaba entre ella y sus hijos, por lo que había entendido si no aceptaba toda esa oscuridad que le dejaba su marido y que tantas personas habían cargado antes que él esta maldad corrompería y pudriría irremediablemente todo a su paso, incluyendo a sus hijos. Era esa la única salida, nada más había servido contra esa oscuridad. De pronto comprendió lo que eran esas voces alrededor de ella y se sintió extrañamente confortada de verse rodeada por los ecos de todos aquellos que se habían visto obligados a cumplir su mismo destino. Se levantó y fue a ponerse un vestido rojo, volvió a bajar rodeada de un expectante silencio y escribió las runas con tiza blanca en el suelo del sótano, hizo un círculo de sal en medio y se colocó dentro. Entonces hizo sonar la pequeña campanita dorada.
Escuchó de inmediato los pasos, pesados y ruidosos, arriba de ella. Luego la puerta se abrió y vio al demonio bajar las escaleras. La miraba con sus ojos vacíos con un ansia devoradora, un hambre profunda y cruel. Se detuvieron frente a ella, justo afuera del círculo, sus pies o lo que aquello fuera y el ser la miró largamente, ensimismado, esperando, sin expresiones comprensibles en su rostro de rasgos alterados. Ella tampoco tembló ya, tampoco dejó de mirarlo, ya no lloró ni gritó ni luchó. Serenamente pronunció las palabras y luego dio un paso fuera del círculo, con valor pero también una especie de angustia constreñida, directamente a sus brazos. El demonio se fundió entonces con ella, penetró en su interior como había vivido hasta ahora en el interior de su esposo y quedó sellado por su cuerpo y su voluntad.
Texto e imagen de Viento Nocturno
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