El chico que odiaba las nubes
Mis pies me duelen, quizá sea porque están colgados del tendedero, le dije a mi madre que no se necesitaban poner a secar pero ella insistió en que la forma correcta de hacer las cosas y las buenas costumbres imponían sobre nosotros la necesidad de colgarme por los pies del tendedero. A mi lado se dispuso a cagar una paloma, sus hermosas plumas de un verde azulado estremeciéndose cada vez que de su ano surgía un chorro de blancuzco líquido que iba a dar al suelo, salpicando los pobres pastitos. A mi alrededor se extiende un jardín de rosas silvestres, no estoy seguro de qué es lo que quiero hacer, pero sé que las puertas del jardín estarán cerradas por siempre. Quizá pueda sentarme en un rato, cuando logre quitarme los pies de mis zapatos y los deje atrás para sentir la hierba crecer entre los dedos.
Un día mis padres decidieron levantar un inmenso muro de piedra en torno a mi cama, una especie de microcosmos de rejas de hierro dentro del cual estarían ahora sí completamente seguros de que estaba a salvo. Me dejaban hablarme, por suerte, con niños cuyos padres seguían medidas similares y se aseguraban de que saliera a pasear al menos dos veces al día para que estuviera sano, me llevaban atado a su cintura por una correa y caminaban conmigo unas cuantas cuadras hasta que sus pies no daban más. Luego si yo me quedaba con las ganas me ponía a dar vueltas a toda velocidad, corriendo y gruñendo en el patio como si persiguiera mi cola.
A veces me pregunto a dónde van el sol, la luna y las estrellas cuando no están brillando directamente sobre mi cabeza. ¿Qué sentido tiene, que sigan un curso, van acaso a visitar a mis amigos? Pero cuando es de noche para uno es de noche para todos, ¿entonces a dónde van? Las nubes también me molestan, con su espantosa y burlona libertad, sus desafíos constantes desde lo alto a participar en sus pesadas carreras, maratones sin principio ni final. Pero entonces huelo el perfume de las rosas que mi madre utiliza para preparar su colonia y me olvido de todo lo pensado, me vuelvo hacia adentro y le pregunto a mi madre que si he sido un niño bueno.
Tengo un secreto sin embargo, un pensamiento que apenas me atrevo a formular en mi cabeza, algo que no he discutido con nadie y que ni me atrevería a escribir en mi más íntimo diario, por temor a que lo leyeran: quiero salir, quiero abandonarlo todo, quiero destruir estos muros y caminar libre por el mundo. Sin ojos sobre mi espalda, sin manos en mi cabeza, sin voces en el oído, simplemente yo, yo y mis amigos, yo y aquellos que quieran y puedan acompañarme, sin duda no mis padres, sin duda no sus ideas, sin duda no sus deseos, pero los míos. Tengo un sueño secreto, un sueño en el que yo soy yo y eso es algo tan grave y aterrador que la mayoría de las veces no me atrevo a pensarlo, por temor a que mis padres me lean el pensamiento.
Un día pasa algo imposible, inesperado, algo tan extraño que por un momento pienso que se trata de un error, que he pensado en despertarme y he rodado hasta la sala. Un primo lejano, tan distinto de nosotros como el que más, viene de visita. La prima hermana de mi madre le ha insistido, va a estudiar aquí en la ciudad, va a necesitar un lugar dónde quedarse y ellos no tienen dinero ni medios para enviarlo a otra parte. Ella acepta, fingiendo una sonrisa: después de todo las buenas costumbres se imponen y no es de familias de bien cerrarle la puerta al familiar que lo necesita. Ahora está aquí mi primo, un desconocido.
Texto e imagen de Viento Nocturno
Comentarios
Publicar un comentario