Ojos de tigre

Se ve un tinaco público elevado contra un cielo color verde lleno de nubes.

Me gusta el aroma de la mermelada de durazno. A veces cuando camino por la Calle de los Puentes huele a durazno, el aroma sale desde las casas como si dentro miles de plantíos estuvieran a un muro de distancia. Incluso, si prestas atención, puedes oír los ruidos del campo cobrando vida en medio de la ciudad y notas que por allí cloquea una gallina, más allá muge una vaca, a lo lejos ladran los perros. Hasta el viento suena diferente, como más limpio, más libre, aunque la calle demasiado estrecha para su grandeza amenace con asfixiarlo. La Calle de los Puentes se llama así porque por alguna razón el gobierno decidió que se necesitaba un puente peatonal casi en cada esquina, lo que provocó una evidente división de opiniones entre los televidentes.

Los hubo que publicaron en Facebook que eso tenía todo el sentido del mundo, que ahora los peatones no tenían excusa para no utilizar los puentes y que no era tanto dinero en realidad el que se había gastado. Luego los hubo los que se fueron a YouTube y subieron vídeos de sus colonias con las calles hechas pedazos, como si de un rompecabezas se tratara y un gigante las hubiera desarmado, y comentaron que aquello sólo era una estrategia del gobierno para evitar invertir en lo que evidentemente se necesitaba, a lo que se sumaban las farolas rotas y se concluía que aquello era una dictadura del automóvil sobre el espacio público. Finalmente Twitter nos dio la visión de automovilistas desquiciados que comentaban que ahora tendrían que subirse a las aceras para practicar su deporte preferido: atropellar a la gente anti-automóvil o que simplemente no podía costearse uno. Para aplacar a la población el gobierno arrestó a unos cuantos de esos últimos, pero aún hoy sigue habiendo arrollamientos intencionales.

El paso del tiempo, sin duda, había marcado la Calle de los Puentes como un lugar histórico en el que se enfrentaban ideologías políticas. Hoy eran los dichosos puentes, pero antes se llamaba la Calle del Tamal y la gente se dividía en dos bandos casi barriales que se disputaban el control de la calle: los que comían tamal con bolillo, y los que lo hacían con tortilla. Luego llegó la época de las quesadillas y no les cuento... Cada casa sacaba sus puestitos a la calle y ponía sus enormes letreros, intentando atraer más clientes que sus vecinos: "Quesadillas con queso y sin queso", "Quesadillas, todas con queso", "Quesadillas, ninguna con queso". Obviamente al final los grupos extremistas que deseaban sacar el queso de la tortilla de manera definitiva cayeron en tal impopularidad que fueron relegados al olvido de los libros de historia, aunque aún se puede encontrar enfrentados, uno frente al otro, a puestos que defienden estas antiguas causas.

Sigo caminando y me encuentro de pronto con una enorme caca de caballo. Un poco más adelante, cómodamente aparcado frente a un elegante domicilio, veo al resto del caballo, grande y hermoso con su pelaje blanco y sus ojos negros. Una silla de montar adornada con diamantes lo corona y reconozco en las iniciales grabadas que el gobernador ha venido de visita. Debió de traer su caballo para impresionar sin importarle u olvidándose de la discreción, pues todos en el vecindario sabemos que esa no es una casa, si no un burdel de dudosos principios éticos que hemos intentado cerrar y quemar muchas veces, siendo detenidos en cada ocasión, cómo no, por el gobernador. Me pregunto si el negocio de la venta de niños también pasará por su bolsillo, porque la ineptitud de la policía ya llega a ser vergonzosa y él no hace otra cosa que enriquecerse cada vez más sin hacer nada, a costa del erario o del tráfico de cuerpos o de ambos, quién sabe.

Un aroma distinto flota hasta mí y cuando me vuelvo veo a una chica y un chico caminando exactamente en medio de la calle uno al lado del otro, siempre a la misma distancia. Ella tiene los ojos muy abiertos color rojo y una enorme sonrisa en su rostro moreno y maquillado, lleva varios chales vaporosos colgados alrededor de su cuerpo en una complicada indumentaria en la que también brillan joyas y calza sandalias. Él tiene también una enorme sonrisa ladina, ligeramente ladeada sobre su piel aceitunada, y los ojos de color amarillo parecen brillar por la astucia; viste una chaqueta verde jade con piel de jaguar en el forro, una única obsidiana reluciente cuidadosamente cosida a un pañuelo rojo que llevaba al cuello, y un pantalón negro con pequeñas cuentas de jade cosidas en los pliegues, así como zapatos de piel de serpiente.

- Kali, Tezcatlipoca. - los saludo al llegar - ¿Tienen lo que les pedí?

La diosa Kali, sin mirarme ni decir palabra alguna, saca de una bolsa de piel que lleva a la espalda un objeto redondeado y lo lanza al suelo frente a mí. Luego ambos se retiran, aún caminando en medio de la calle, aún con la mirada fija en su próximo destino, sin hacer ruido, sin llamar la atención más que por el aroma a incienso. Me pongo en cuclillas y con cuidado retiro unas piedritas, restos del concreto de la calle que ya se está despellejando y que se le habían quedado pegadas a la cabeza humana que me han traído. El sacerdote más rico de la ciudad y más cercano al gobernador tenía un rostro esférico y como constirpado, parecía lo que resultase del apareamiento de un sapo y un cerdo. El hecho de que no había ni un sólo pelo en su rosada cabeza no hacía más que acentuar esa impresión, aunque se arruinaba un poco cuando veías su expresión de terror en los ojos azules y congelados, eternamente abiertos.

Una vez he terminado mi trabajo observo el cuadro desde la distancia, con ojo crítico. La cabeza del sacerdote está colocada casi con delicadeza sobre un colchoncillo púrpura con detalles en hilo de oro. Le he puesto un poco de gasa y lo he desangrado un par de minutos en las cañerías para que no arruine el efecto del color de la realeza. El colchoncillo, descansando con majestad sobre el lomo del caballo, mira hacia la entrada de la casa de putas que algunos sabemos está también llena de monaguillos y de niñas robadas. Satisfecha, tranquila, me planto en medio de la calle y saco una pistola del cinto con la cual disparo contra la campana que se usa para llamar a la puerta. Luego me voy caminando en medio de la calle, sin prisas, con la vista fija en la distancia mientras la gente sale a curiosear y me camuflan con su masificación de ojos, de voces y manos que huelen a durazno por deslomarse trabajando en un campo que ni siquiera nos pertenece. 

Texto e imagen de Viento Nocturno

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