Justifique, entonces, la razón de su existencia
En
algún instante perdido entre los meses de lluvia y los días que iba quitando
del calendario, para acabar usándolos de alfombra, tuve que ir a Palacio de
Justicia a declarar como testigo en un asunto familiar. No recuerdo cómo, pero
olvidé la cartera con todos los documentos de identidad dentro y cuando volví
por ella resultó que dejé en el camión que marchaba a quién sabe qué rumbos
misteriosos mi maletín con los papeles que debía presentar, así como un par de
pinturas cuyo encargo me había sido hecho casi un año atrás.
Cuando
por fin entré al edificio no me atreví a levantar la mirada mientras pasaba
entre las altas columnas blancas. Sentía todo el peso del polvo acumulado
piedra a piedra a mi alrededor como un juicio condenatorio, una mirada
desdeñosa cuya sonrisa parecía querer decir que no era digno de encontrarme
arropado en su seno. Mas al prestar mayor atención a las pinturas que colgaban
en la recepción pude ver que los rostros de los romanos que me parecieran tan
ominosos en realidad se parecían mucho a mis maestros.
- - ¿Que no tiene papeles, joven? Eso no es
posible, todo el mundo aquí los tiene. ¿Cómo piensa usted decir cualquier cosa
sin papeles? – desde el fondo de sus lentes el recepcionista me estudió de
arriba a abajo.
Yo
intenté explicarle lo que me había pasado, que una vez hacía años me había
comprado una mochila que estaba destinada a perderse para siempre. Pero la
persona ante mí negó nuevamente, los labios apretados en una fina línea.
- - Nadie va a tomarlo en serio si no tiene
esos papeles, joven. Regrese mañana, cuanto antes mejor. De todas formas suelen
posponerse mucho estas cosas, ayer iba a declarar su tía pero los abogados
fueron invitados a desayunar a un bufet y se llevaron al juez para “hacerle
justicia”.
Muy
apenado y sombrío salí del edificio, sólo para darme cuenta que la tormenta se
había desatado mientras no prestaba atención y que el paraguas había sido
guardado en la mochila que ahora viajaba libre. Me cubrí, pues, con los brazos
y me dispuse a caminar hacia la parada del camión, pero algo me hizo detenerme
como si me estuviera duchando en agua helada.
Del
otro lado de la calle una mujer cargada con doce bolsas de mandado me miraba o
parecía mirar desde sus profundas arrugas de anciana etnicidad, sus apretadas
trenzas confundiéndose a la altura de los hombros con los moños y ribones de colores
y diseños llenos de significado. Su vestido se ensanchaba y se estiraba por la
lluvia, como un globo apachurrado o una vieja medusa cansada de nadar. Sin que
le importase, el agua le anegaba mientras esperaba en silencio un taxi que
tomar.
Decidí
ahorrar un poco y caminar a casa para pensar mientras los autos a mi lado
pasaban sin hacer ruido. La lluvia poco a poco comenzó a amainar, quedando de
su presencia tan solo los nuevos ríos que circulaban por la ciudad. Comían los
perros en sus oscuros callejones hurgando entre las bolsas y entre los cuerpos,
muertos o dormidos, de desechos de sociedad; y a través de las ventanas me
llegaban los latidos de una madre gritando a sus hijos algo sobre un elefante.
Mi
madre solía sentarse a leerme cuentos antiguos en el patio, en esa época yo iba
en secundaria y acostumbraba sentarme en la tierra a estudiar. Sacaba su silla
y se ponía como para disfrutar la brisa del mar, aunque no hubiera mar y menos
brisa pues arreciaba la sequía, pero igual ella lo hacía y me sonreía sin que
sombra alguna opacase las estrellas. Me contaba las historias de un mendigo
junto al mar cuyo barco mil y una veces habría de naufragar, y yo le preguntaba
que por qué seguía la vela izando si sabía que de seguro iba a zozobrar. Ella
se irguió en su silla y sonriendo cerró el libro.
- - A veces la gente es estúpida. Mira que
volver una y otra vez a intentar lo mismo en el mismo lugar, hay que ser terco
en serio para no darse cuenta de la cantidad de peces en el mar. – con un
sobresalto me hice a un lado, permitiendo así pasar a una mujer que con su hija
volvía de la oficina al hogar.
Giré
en la esquina y vi una luz prendida en mi ventana, lo que alegró mi corazón y
me hizo olvidar por un momento todas las tribulaciones de aquel día. La
vecindad en que vivía era pequeña cuando más y lúgubre al menos, pero seguía
siendo mi hogar. El silencio en que todo se envolvía contrastaba con la música
alegre de los pájaros celebrando a Tlaloc en toda su gloria.
- Volviste antes, esperaba prepararte una
sorpresa. Pero tienes poco gas y muchos libros, era inevitable desviarse. – mi
mejor amigo me sonrió desde la cama y se incorporó para saludarme.
- - Sabes que no me da ningún problema
atravesar el cenagal. Además no estamos de hecho en la Rusia Imperial para
guardar la compostura como si mi esposa fuera una especie de zarina. Anastasia
Romanov está muerta y enterrada, aunque quizá no del todo respecto a lo último.
Sabes que ella detesta el que yo salga tanto como yo detesto el que ella lo
haga, y la suma de los factores es igual a cero. Así que anda, deja de quejarte
y mejor cómete unas uvas.
Me
acerqué a la cómoda al ver las uvas y noté el libro que había estado leyendo
abandonado peligrosamente cerca de la ventana. Se trataba de Cumbres
Borrascosas de Emily Brontë, el cual por suerte pude rescatar antes de que una
ráfaga pasara y lo arrancara de mis manos. Me volví para reprochar a mi amigo
pero noté que estaba acostado de nuevo, sus piernas extendidas
despreocupadamente desde su short. Decidí no molestarlo y dejé a la señora
Brontë al lado del señor Hesse.
Fue
una vez hace mucho tiempo que nos vimos por vez primera, en la vieja oficina de
telégrafos. Éramos muy jóvenes y acordamos salir un día a navegar entre las
chinampas de Xochimilco para axolotes buscar. Pero a medio camino nos topamos
con un incendio y decidimos detenernos a ayudar. Para siempre quedaría marcada
esa impresión en mi retina, de todos los fuegos flotando a nuestro alrededor
sobre las aguas oscuras.
Me
desperté con un gemido, calado hasta los huesos. Se había marchado mi amigo sin
llamarme, dejando la luz apagada y el portillo abierto de par en par. Una
tromba se desató mientras dormía entrando así el océano por mi ventana. Mi casa
hacía agua y mis pobres libros estaban todos arruinados en su rincón. Me
abalancé hacia ellos intentando rescatarlos, pero los lomos se separaban de las
hojas como un fruto maduro separándose poco a poco de su envoltura y cayendo al
agua en el suelo, estallando en miles de semillas. Las letras, desdibujándose
poco a poco o saliendo de las páginas, comenzaron a flotar.
Una
tarde en que descansaba de espaldas en la piscina del hotel al que fuimos a
quedarnos cuando niño, noté que mi padre buscaba algo en el sol con la mirada.
Yo no entendía qué pasaba, pensaba que los adultos eran seres enigmáticos y
llenos de ridículos acertijos que al final no conducían a ningún lado,
complicando todo más de lo que debería, pero mi madre me dijo que buscaba
aviones. Buscaba como si creyera que ahí arriba se dibujaría el camino que
debía seguir. Yo sólo me reí y seguí nadando en los últimos recuerdos felices
con ellos.
Por
aquel entonces yo creía en las hadas. Salía a caminar al río que existía aún a
unas cuadras de mi casa y buscaba evidencias de su existencia. Quizá no creía
del todo en ellas, probablemente mintiera de vez en cuando, pero no había nada
más placentero que jugar a buscarlas y a veces creer haberlas encontrado,
siendo así feliz por unos minutos. Quizá ahora aún tengamos que buscar las
hadas, buscar esos rastros de maravilla y de creencia en lo extraordinario, en
lo mágico, en lo infinito. Tal vez ahora nuestras vidas se encuentran demasiado
sumergidas en un frenesí del que todos ansiamos con locura despertar, con esa
voluntad enterrada o abandonada del niño que una vez fuimos…
Un
gran lobo blanco ha entrado a mi habitación. Es enorme, casi del tamaño de un
caballo. Me mira con sus ojos de hielo fijamente y aúlla. Su voz es profunda,
su canto estremecedor. La luna tiembla en el cielo mientras se cuela por mi
ventana, deseosa. Pero yo sé que hoy está aquí por mí. Me río y me quito de
encima mi cobija favorita, la de Toy Story. Me pongo mis pantuflas y avanzo
hasta él, tocándolo primero con precaución y luego abrazándolo como a un
peluche. El lobo acaricia mi cabello con su hocico y me permite subir hasta su
lomo. Yo lo abrazo con fuerza y cierro los ojos, sintiéndome a salvo.
Texto e imagen de Viento Nocturno
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