El Pastel de Sal

El pequeño Demian, emocionado, se acercó a la cocina. Las greñas de la mañana le daban un aspecto gracioso, por lo que le dio algo de risa verse en el espejo de la sala al pasar frente a su puerta. Su pijama favorito era aquel que lo hacía parecer el Hombre Araña. Sin embargo ese día no lo tenía, ese día tenía el pijama de Iron Man. También le gustaba. Pero no era su súper héroe favorito. Ese puesto estaba ocupado por Peter Parker, sin dejar lugar a dudas. Eso no quito, a pesar de todo, que al pasar por el otro espejo, el que estaba al lado de la puerta de la cocina (un enorme y antiguo espejo de cuerpo completo), pusiera una pose heroica y se admirara con orgullo. 

- ¿Demian? ¡Buenos días! ¿Por qué levantado tan temprano, dormilón?- se dejó escuchar la voz de su madre desde la cocina. Era una voz suave, agradable, como azucarada, y llena de seguridad. La clase de voz que todas las madres tenían, al menos desde el inocente punto de vista de Demian.

- ¡Madre!- el pequeño entró corriendo a la cocina entre saltos y le dio un abrazo a su madre, hundiendo la cabeza en su mandil. Luego, sin dejar de abrazarla, levantó una mirada sonriente hacia sus ojos- ¿Sabes que te quiero mucho, verdad? 

- Lo sé hijo.- la madre le sonrió y, dejando la batidora en una de las encimeras de la cocina, le dio un abrazo también. Luego le dijo en voz bajita- Lo dices porque quieres del pastel que estoy haciendo, ¿verdad? 

- ¡¿Qué?! ¿Cómo lo supiste?- Demian puso su mejor cara de perrito inocente, a lo que su madre reaccionó riéndose y acariciando su cabeza.

- Las madres sabemos éstas cosas hijo. Por algo somos madres.- le dijo con cariño, mientras le daba un beso en la frente- Pero lo siento, este pastel no lo podrás probar.

- ¿Por qué?- preguntó Demian, aún con su mejor mirada de cachorro. Su madre suspiró y se agachó para mirarlo a los ojos.

- Porque éste, mi amor, no es un pastel común. Es un pastel de sal. No es dulce, ni cálido, como aquellos pasteles que les hago a ti y a tu hermana a veces. No te gustará...

- ¿Un pastel de sal?- Demian abrió mucho los ojos, sorprendido. Había oído de los pasteles de lodo, pero eso era nuevo para él. Su madre asintió, con una sonrisa tranquilizadora.

- Sí, significa que no tiene lo más importante que le pongo a los pasteles que tanto te gustan: amor.- los brazos de su madre lo envolvieron haciéndolo sentir protegido, seguro. Aunque no sabía, en realidad, de qué lo estaba protegiendo- Al rato te prepararé un pastel, por favor sé paciente hijito. Éste no es para ti. Ve a jugar con  tu hermana, ¿vale?- no supo por qué, pero le dio una sensación muy rara escuchar a su madre hablando así. Como una presión extraña a la altura del estómago. Pero asintió con una sonrisa, pues confiaba en su mamá, y subió corriendo hacia el cuarto de su hermana mayor.

Carol tenía 17 años, y le daba algo de miedo. Se había teñido las puntas de su negro y largo pelo de rojo, lo que hacía parecer a veces que un círculo de llamas bailaran a su alrededor. Además tenía tatuados un dragón en el brazo derecho y un tigre en el izquierdo, lo que la hacía ver demasiado amenazadora, como una especie de matona de las calles. Demian creía que eso era, efectivamente, lo que quería parecer. Le daba miedo que algún día pudiera volverse así.

- ¿Qué haces aquí, enano?- Carol lo miró con rabia, parada en medio de su habitación con los brazos cruzados y su rara ropa negra.- Estoy ocupada, no quiero jugar contigo justo ahora.

Demian, asustado, asintió, y ya estaba a punto de simplemente darse la vuelta e irse, cuando notó el desorden que evidentemente reinaba en la habitación. Había una enorme maleta negra abierta sobre la cama y, desperdigadas alrededor de ella, se encontraban varias prendas de vestir a medio doblar. En su interior ya se veía una capa de ropa recién guardada. La hermana, ignorándolo, continuó doblando prendas y guardándolas en su maleta con brusquedad creciente, sus manos temblando cada vez más en el transcurso.

- ¿Carol?- Demian se sentía incómodo de nuevo. Esa sensación en el estómago, que normalmente sólo sentía cuando su padre estaba en la casa, la misma que había sentido hacía un momento con su madre, ahora lo arremetía- ¿Te irás de viaje?

En ese momento, pasó algo muy extraño. Su hermana dejó lo que estaba haciendo y se dio la vuelta con rapidez. Demian estuvo a punto de lanzar un grito y cubrirse con las manos, creyendo que le iba a dar un bofetón o algo por el estilo, pero su sorpresa fue enorme al verse de pronto envuelto en un abrazo. Entonces, antes de que pudiera recuperarse de la primera sorpresa, su hermana empezó a llorar.

Sus hombros comenzaron a estremecerse al compás de sus sollozos y, mientras Demian la abrazaba y le daba palmaditas en la cabeza sin saber qué hacer o cómo reaccionar (pero intentando ser fuerte, porque él tenía que ser un héroe), sintió cómo su hombro comenzaba a humedecerse con las lágrimas. Eso, más el hecho de oír a su hermana decirle entre el llanto que lo quería, lograron romper con su barrera. Lloró. Las lágrimas acudieron a sus ojos, irrefrenables, como un río caudaloso que se hubiera abierto paso a golpes entre las rocas de una montaña. Sintió que los ojos le quemaban, que las mejillas le ardían, que su boca no lograba expresar el dolor que sentía con los gemidos. Lo peor era que no entendía por qué lloraba. Pero el llanto estaba ahí.

- Carol, hermanita, también te quiero mucho. No te vayas por favor, hermanita.- las palabras de alguna forma se abrieron paso entre la sal que salía de sus ojos, pero le costaba tanto trabajo pronunciarlas que le dolía, la boca le dolía. Su hermana lloró aún más y lo abrazó más fuertemente.

- Tengo que irme, Demian, debo hacerlo. Ya no quiero seguir aquí.- su hermana se apartó de él y, agarrándolo por los hombros, lo miró a los ojos con seriedad- Ven conmigo. Madre me dijo que no te llevara y que ella tampoco huiría de padre en mi compañía, pero ella es una débil, no sabe defenderse de él. Pero no puedo dejarte aquí, por favor, ven conmigo.- fue entonces que comprendió lo que en realidad había querido su madre al enviarlo a jugar con su hermana.

- No puedo dejar a mamá, Carol. ¿Qué pasa si padre vuelve a hacerle daño hoy? ¿Quién la protegerá?- Demian sentía que las lágrimas lo quemaban por dentro, pero una fuerza interior poco conocida para él se había levantado, como una barrera, y evitaba que salieran. Eran esos los momentos en que su pijama en verdad importaba, eran los momentos en que se sentía como un héroe.

Carol sonrió con tristeza. Ella era una cobarde. Lo sabía, siempre había huido, Había huido de los problemas en la escuela comenzando a fumar, y cuando su novio había muerto en un accidente había encontrado consuelo en sus libros. Ahora huía de su padre. Pero su hermano era diferente. Él era de los que se quedaba, de los que daba cara y luchaba por lo que amaba. Prueba de ello eran el parche que ocultaban su ojo tuerto que lo hacía parecer un pirata y su brazo que, cubierto de vendas, colgaba inerte de su cuello. Accidentes, esas habían sido las excusas para todas sus lesiones. Pero en la casa todos sabían la verdad.

- Lo siento mucho.- Carol agarró su maleta y se fue por la ventana. Sin mirar atrás. Quería decir más, las palabras estaban ahí, atascadas en su boca. Pero el dolor la bloqueaba, sólo podía seguir caminando por la calle bañada por el sol.

- Carol, espera. ¡No te vayas! ¡HERMANITA!- Demian corrió a la ventana, gritó, lloró, y gritó de nuevo. Pero ella no volteó. Entonces sintió algo muy extraño, como si algo en su interior, en su pecho, se rompiera. Se derrumbó en la cama, su mirada perdida en el vacío, y entonces, después de un rato, se quedó dormido sin saber qué pensar.

- ¡NO!

El grito despertó a Demian. No supo quién lo había lanzado, pero eso logró agitar sus pensamientos que se habían quedado estancados en una extraña laguna de tristeza. Abrió los ojos con lentitud, parpadeando con pesadez. Le dolían los brazos, las piernas, todo el cuerpo. Su cara se sentía extraña, como si estuvira aguada. Se levantó, y la cabeza le dio vueltas. Miró hacia el reloj en la pared, pero ya estaba muy oscuro como para ver la hora. Supo que era de noche. Sin embargo afuera las luces aún no estaban todas encendidas.

Además, ¿qué demonios podía estar haciendo en el dormitorio de su hermana? Eso era demasiado extraño, no podía pasar, tan extraño que... ¡seguro todo aquello era sólo un sueño! Sí, una pesadilla. Demian, tambaleándose, fue hasta la puerta, y la abrió con cuidado. Afuera, todo estaba a oscuras, sólo las rojizas luces de la sala asomaban por las escaleras. Avanzó por el pasillo, ignorando las sombras. Aquello era sólo un sueño. Sintió mucho frío, a pesar de que estaba tapado con su pijama, por lo que al pasar al lado de la puerta de su cuarto se asomó para jalar su manta y arrebujarse con ella.

Bajó los escalones de uno en uno, con una horrible sensación de agarrotamiento y leves escalofríos de dolor que recorrían su cuerpo con cada movimiento. Paso tras paso, por fin llegó al primer piso, donde hacía el doble de frío. Procuró entonces arrebujarse aún más con la manta, a pesar de que mientras más se tapaba, parecía sentirse peor. El calor que le causaba la manta no era un calor agradable, era enfermizo, pegajoso.

Entonces empezaron a oírse gritos de nuevo, que venían de la sala. Eran unos alaridos horribles, violentos, cargados de ira. Tuvo miedo, reconoció las voces de sus padres. Avanzó con lentitud, casi con sigilo, arrastrando la cobija por el suelo a su alrededor cual capa, ya olvidándose del calor febril y del consecuente frío que consumían su cuerpo. Pasó, sintiéndose aún dentro de una monstruosa pesadilla, por entre las sombras que se dibujaban gracias al efecto que tenían las luces de la calle al filtrarse por las ventanas. Sombras largas, que ondulaban con las cortinas, pero que no le daban miedo. Eso era un sueño, a fin de cuentas.

Finalmente, estuvo frente a la puerta de la sala. Notó algo muy extraño. Pero en los sueños todo se podía. Las cortinas de los cristales de la puerta que permitían ver el interior de la habitación estaban corridas. Por lo tanto, para saber qué pasaba, necesariamente tendría que asomarse a la puerta entreabierta, a través de cuya rendija se escapaba una franja de luz más clara que la que se filtraba por las cortinas. Se acercó con paso lento, temblando con cada golpe o grito especialmente fuerte que oía, su corazón en un puño y latiéndole a toda máquina.

Sus ojos se pegaron a la rendija, espiando una escena monstruosa. Su madre estaba en una esquina de la habitación, llorando, cubierta de moretones y cortadas, mientras sostenía aún con manos firmes lo que parecía ser un trozo de una silla rota que se hallaba desperdigada por la habitación. Era una de las caras, de las que su madre antes tanto escatimaba en que cuidaran. Mientras, su padre, aquel bólido gigante de rostro siempre congestionado por la ira, aquel senador de porte elegante y distinguido que siempre que aparecía en público lucía tan digno, tan agradable, incluso apuesto, ahora estaba con una mano sosteniendo un largo cinturón de cuero, mientras con la otra no paraba de gesticular, gritando improperios y maldiciones, palabras sin sentido. De tanto en tanto golpeaba la pared.

La madre miró a Demian, y algo debió reflejarse en sus ojos, porque entonces el monstruo se volvió hacia la puerta. Alzó como en pose de guerra su látigo improvisado, y lo señaló con la otra mano, dando un grito de ira al aire, mientras se disponía a arremeter contra él. La madre, desesperada, se había lanzado al frente, y había agarrado las piernas del padre, consiguiéndole algo de tiempo. Pero Demian no se movía, permanecía pegado a la rendija, mirando como fascinado su pesadilla, horrorizado.

Finalmente, dando un respingo, corrió hacia la cocina, pensando que sería peor si la pesadilla acababa a manos de aquel demonio que vestía como su padre. Atrancó la puerta, y se echó hacia atrás, aún cubierto con la manta, hasta que se pegó contra una de las encimeras, y se dejó resbalar, quedando ahí tumbado, mirando la puerta. Del otro lado, se escuchó el grito de su madre, y luego las súplicas lanzadas al horror que ya la había dejado atrás, en la sala.

La puerta recibió el primer golpe, que fue como el de un toro, y toda la cocina tembló, o al menos eso sintió Demian, que sí que dio un tremendo salto. Luego vinieron los gritos, vociferaciones, palabras que parecían ecos lejanos, como extrañas cacofonías que nada tenían que ver con su lenguaje, la clase de exclamaciones que uno escucha en las pesadillas. Demian decidió que si aquello ni siquiera era real, no tenía ninguna razón para preocuparse por ello o para temer. En lugar de eso, lo que hizo fue mirar hacia la mesa de la cocina.

Ahí estaba. El pastel de sal. Era enorme, su madre no lo podría haber hecho más apetitoso. Tenía dos pisos, y estaba decorado con un glaseado de varios colores. Varios duraznos en almíbar, rodeando a una cereza, coronaban la punta, y en los lados, había redondas pelotas de chocolate incrustadas. Era hermoso. Parecía hecho para él. Para su cumpleaños. Se fijó en que había otra tarta. "Para Demian" decía la nota. Era un humilde pastel con un sólo glaseado, ni la mitad del ancho que el otro, y con sólo una cereza y unas chispas de chocolate.

Demian miró indeciso. Sabía cuál pastel prefería, pero era un niño obediente, a su madre la obedecía porque la amaba. Sin embargo, aquello era un sueño, ¿no era así? No importaba lo que escogiese.

El niño sonrió hacia el pastel de sal, y se acercó. Con su dedo índice, raspó una probada del glaseado, y se lo llevó a los labios, saboreándolo lentamente. Cerró los ojos. Era delicioso. El azúcar goteaba por su garganta, endulzando su interior, calmando su dolor, su fiebre, su preocupación, su tristeza. Ávido de más de aquel dulce, fue por una cuchara, y sin siquiera partir un trozo, comenzó a comer de aquella delicia. Bocado tras bocado, casi se había acabado la mitad del pastel, cuando sucedió la desgracia fatal.

Demián sintió algo horrible, como si toda esa azúcar que se había tragado, de pronto comenzara a arder en su interior. Lo quemaba por dentro, abrazaba sus entrañas, le ardía la garganta, el estómago, todo. Se tambaleó, y la cuchara cayó al suelo. Se abrazó a sí mismo, tosiendo y con arcadas, intentando vomitar. Se asustó. Escupió sangre. Cayó al suelo, demasiado débil para intentar nada más. Siguió tosiendo sangre y algo de espuma un rato más, mientras yacía en el piso de la cocina, sobre su manta del hombre araña, Sintió que los ojos se le nublaban lentamente. Supo que iba a despertar de su pesadilla. Entonces, repentinamente, recordó algo.

Aquella manta. Aquella manta había sido su regalo de cumpleaños el año en que abuela murió. Aún recordaba, había estado llorando tanto tiempo. Era la mejor abuela del mundo, y no podía irse. Entonces, su madre había llegado aquella mañana en que se festejaba su nacimiento, y lo había abrazado, envolviéndolo con la capa. "Nunca dejes de dar lo mejor de ti, ni de luchar, Demian. Tú eres un héroe, como el Hombre Araña. ¡Mira! Si hasta ahora pareces su compañero, vestido con esa capa" le había dicho su madre. Él había sonreído, había asentido, y se había mirado en el espejo. Había visto que, en verdad, él era un héroe.

En ese momento, la puerta, que hasta ese momento había seguido siendo aporreada por aquel ser que ellos llamaban "padre", fue finalmente destruida. Trozos de madera blanca volaron en todas direcciones, estampándose contra las cacerolas y tirándolas, destrozando las estanterías, rompiendo vasos y platos. El hombre entró, y escrutó la estancia con ojos de animal. Vio los dos pasteles, y a su hijo en el suelo, muerto. Entendió todo entonces. Un ataque de ira mucho más fuerte que el anterior, si eso era posible, fluyó por sus venas como si fuera una dosis extra de horror. ¡¿Cómo se atrevía, la muy zorra?!

Cogió al niño por un brazo, y lo llevó hasta la sala, sosteniéndolo como si de un simple trozo de cartón, una bolsa de basura se tratara, zarandeándolo con descuido. La madre, que estaba tirada en medio de la estancia, derrumbada en una mueca de dolor y angustia, mientras intentaba quitarse de encima la cómoda que el marido le había echado para inmovilizarla, de pronto dejó lo que estaba haciendo. Levantó la vista, y no necesitó oír lo que decía el marido, lo que le gritaba. Ya no le importaba, eran palabras lejanas, irrelevantes. Su hijo estaba muerto. Su hijo, su tesoro, lo que más amaba en aquel mundo.

Sus ojos se abrieron desmesuradamente, y las lágrimas comenzaron a escurrir, mientras su boca se deformaba en una mueca muda de angustia profunda, que quizá habría representado al más horrendo de los gritos de no haber estado cegada por los sollozos. "Una dosis letal de lejía, y caerá como rata" le pareció oír la voz de la amiga que le había aconsejado, resonando por el teléfono. "Prepárale un pastel, una delicia de pastel, y hazlo jodidamente dulce". Aún podía oír a su hijo preguntándole por el pastel aquella mañana. "Así no se dará cuenta de lo que está comiendo" había dicho su amiga. Vaya razón que había tenido.

En ese momento, su esposo, que había seguido gritando mientras ella intentaba asimilar la situación, lanzó con descaro a su hijo sobre la mesa. El cuerpo hizo que todos los platos, vasos y cubiertos que ahí estaban acomodados para la cena saltaran por los aires y cayeran por todas partes, y que el florero que estaba en el centro saliera volando contra una pared. Ahí quedó su hijo, Tendido en medio de la mesa. Parecía dormido, acostado como estaba sobre su lisa superficie, con esa carita tan serena suya.

- Deja a mi hijo en paz.- la voz de la madre pareció un cuchillo de odio, un peligroso acero al rojo que hendiera el aire. El monstruo paró por un momento de hablar, y se volvió para verla sorprendido por su valentía.

- ¿Qué dijiste?

- He dicho, ¡QUE DEJES A MI HIJO EN PAZ!- el grito de la madre salió desgarrador, cargado de odio y dolor contenidos en tantos años, que el aire en la habitación pareció vibrar en su resonancia. Entonces se levantó.

Las fuerzas que las madres sacan en momentos de crisis son increíbles. Por ello, no debe ser de extrañar que la adrenalina le alcanzara a aquella mujer para quitarse de encima la cómoda, levantándose como una tormenta en el horizonte, que anuncia el tronar de su fuerza y de su terrible poder desde mucho antes de llegar. Así se anunciaba ella, con su mirada que lanzaba el fuego del mismísimo infierno, con su cara desgarrada por un dolor y una ira relampagueantes, que parecían oscurecer toda la habitación con extrañas sombras. 

- ¡SÍ! ¡Eras tú el que debía morir! ¡Maldito hijo de puta!- la madre, sin darle tiempo al hombre estupefacto de reaccionar del todo, se había abalanzado sobre él, con ambas manos hacia el frente, y de alguna forma, con toda la fuerza de su adrenalina y de su impulso, había conseguido clavarle la pata de la silla en la boca abierta hasta el fondo- ¡CERDO! ¡Por tu culpa, mi hijo está muerto! ¡El muerto deberías haber sido tú, no él, maldita sea! ¡¡NO EL!!- el grito se alargó, en un horrendo alarido que parecía perderse entre el tiempo, volverse uno con el dolor de mil mujeres, transformarse en eco y en resonancia al mismo tiempo. 

La sangre que salía del cráneo del hombre ya había formado una enorme laguna en la alfombra en donde había caído su cuerpo. La mujer, que se encontraba parada frente a él, miró su cuerpo con asco, una vez concluida su obra y ella ya viéndose más relajada. Le escupió a la cara, y se alejó de aquel ser al que consideraba menos que alimaña. Se dirigió a la mesa. 

Su hijo yacía tal y como había caído, acostado de lado en actitud desenfadada, con las piernas y los brazos extendidos como si estuviera implorando algo. Su cabello, revuelto, caía en la mesa como una pequeña almohada. De la comisura de sus labios escapaba un hilillo de saliva sanguinolenta. La madre, con ternura, le limpió la sangre, y luego, con manos temblorosas, mientras sentía como si mil espinas atravesaran su pecho una y otra vez, le apartó el cabello de la cara, y lo abrazó, estrechando su frágil cuerpo contra sí. Su frágil cuerpo de héroe. Sin embargo no lloró. Su dolor era demasiado como para poder ser expresado por las lágrimas. 

Sintió que las luces a su alrededor se volvían extremadamente difusas, y a la vez sumamente brillantes. Como si de pronto, todo se desdibujara y los colores se volvieran a la vez tan potentes, tan brillantes, que le dañaran. Los ruidos afuera se oían el doble o triple de alto de lo normal, cada ramita, cada grillo, cada susurro del viento. Una música comenzó a sonar en su interior. Era la canción más horrenda que jamás había escuchado. Parecía el llanto más desconsolado, más desolado, más agrio, convertido en música. 

Cargó a su hijo entre sus brazos con sumo cuidado, y, sin dejar de mirarlo, estudiando todos y cada uno de sus rasgos, subió hasta su habitación. Lo dejó en su cama, cuidadosamente arropado en su cobija del hombre araña. Le dio el beso de las buenas noches, y le deseó dulces sueños. Salió de la habitación, y cerró la puerta. En ese momento, fue como si su interior se desgarrara, como si su corazón se desangrara y su dolor se esparciera por el suelo, cual mancha de sangre creciente. Simplemente se dejó caer, tumbada totalmente en el suelo, con desenfado. Sus cabellos quedaron esparcidos por la alfombra. 

Gritó de dolor. Sus puños se cerraron en torno a la alfombra y la estrujaron, hasta rasgarla, romperla, destrozarla. Pataleó de dolor. Las lágrimas por fin salieron, en un tropel continuo, ininterrumpido, que la ahogaba, que era demasiado. Ni siquiera tenía tiempo para respirar apropiadamente. Sólo llorar, y retorcer su cuerpo en el suelo, como si intentara sacarse algo enorme y horrible de dentro, algo que se hubiera ceñido muy fuertemente de sus entrañas y no dejara de lastimarla. Se levantó poco a poco, primero hincándose, y agarrándose a la mesita del pasillo para incorporarse. Se miró en el espejo. 

- Mataste a tu hijo.- se dijo. Su cabeza pareció estallar en aquel momento, en un tropel de nostalgia y dolor. Frente a ella, pasaron a toda velocidad recuerdos de su hijo, miles de memorias que su mente se empeñaba en estudiar sin parar, intentando traerlo de vuelta. Al mismo tiempo, sin embargo, otra parte de su mente se encargaba de repetir una y otra vez mil y un pensamientos sobre su culpabilidad, sobre lo que no había hecho, lo que podría haber hecho, lo que debería haber hecho. Comenzó a verse convulsionada por violentos temblores, mientras su reflejo le regresaba la mirada, componiendo una mueca de dolor extremo y locura, una mueca a medio camino entre un grito y una carcajada histérica. 

Rompió el espejo de un puñetazo. Los cristales le abrieron los nudillos. Ella miró la sangre, fascinada, y la hizo gotear sobre su regazo. Ese era un castigo justo. Tenía que redimirse. Además por otro lado... Miró las paredes de la casa, y en todas y cada una de ellas vio el dolor y el horror de aquella pesadilla que se asomaba por entre los pliegues de la pintura. Cada centímetro de aquella casa parecía expeler a raudales sombras que consumían a toda rapidez su mente. Supo entonces lo que tenía que hacer. 

Agarró los dos trozos más grandes de espejo que encontró, y comenzó a desgarrar con ellos paredes, suelo y techo. Destruyó por completo el pasillo, llorando, riendo y gritando a intervalos, sosteniéndose únicamente de una fuerza enfermiza, febril, que la mantenía en convulsión constante. Tiró la mesa por las escaleras y la vio romperse, junto con el contenido de sus cajones, esparciéndose por todo el recibidor. Luego cogió el marco del espejo, y lo lanzó por una de las ventanas. 

Entró después a su habitación, que también era la de su esposo. A toda velocidad se dirigió al armario, y se dedicó a rasgar con temblorosos movimientos cada prenda de vestir con la que se topó. Lo único que veía con claridad en aquellos momentos, mientras destrozaba todo, era su dolor. La magnitud del dolor que se había cultivado en su interior, y que parecía no hacer más que crecer, aunque ella intentara por todos los medios sacarlo para que no volviera más. Las espinas estaban enterradas muy profundamente, no saldrían así como así. 

Cuando la encontraron, en el interior destrozado de la casa, estaba tumbada en el suelo, hincada, con la mirada perdida y la boca entreabierta. Se balanceaba de adelante hacia atrás rítmicamente, como si fuera un péndulo, mientras extraños gemidos escapaban de su garganta. En una mano tenía una cajetilla de cerillos, y en la otra un bidón de gasolina. 

- ¿Señora? Por favor, suelte los cerillos.- el policía, sin esperar a que le hiciera caso, le había arrebatado ambas cosas- ¿Qué pretendía hacer con eso? ¿Prender fuego a la casa? 

En ese momento, la mujer había parecido reaccionar. Sus ojos habían girado súbitamente hacia el oficial, fijándose con perturbadora intensidad en los suyos. Había sonreído, y había negado lentamente con la cabeza, sin apartar los ojos de los suyos. Luego había hablado con una voz baja, lúgubre, y escabrosa. 

- No, oficial. No sabe nada. Mi hijo duerme arriba, no podría prenderle fuego a la casa con él durmiendo. ¿Sabe? Yo para él sólo quiero lo mejor. Que vaya al instituto, y luego a la universidad, y que tenga esposa, y un buen trabajo, una familia, un futuro, ¿entiende? Sólo pretendía acabar con ésta pesadilla. Quizá así él pudiera despertar, ya sabe. Si yo moría. 

20 AÑOS DESPUÉS

- Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños querida Carol, feliz cumpleaños a ti. 

La madre se encontraba en una habitación blanca, sentada en un sillón blanco, con una ventana al lado a un hermoso jardín, de cortinas blancas por supuesto. Paredes, techo, mesa, sillas, puertas, piso, todo era blanco. Hasta las personas, y ella misma, iban vestidas con batas y trajes blancos. Una extraña reunión. Pero para ella ya no lo era. Llevaba 20 años viviendo en ese mundo. Un mundo con un fuerte olor a medicinas, un mundo de gente enferma que gritaba y gemía, un mundo de doctores que hablaban, y pretendían curar con las palabras. 

Una enfermera se le acercó, y ella le dirigió una amable mirada. Ella le devolvió la sonrisa, y le pasó una veladora, un encendedor, y una vieja foto de su hija. La madre encendió la veladora y la colocó sobre la mesa. Recostada contra la veladora, puso con cuidado la foto de su hija. La miró con cariño. 

- Carol, si estas oyendo esto desde algún lugar, quiero que sepas que te amo. Deseo que donde estés seas feliz. Porque eres una chica maravillosa, y no habría deseado otra cosa para ti. Aunque ya no puedas venir a pedir tu deseo por ti misma, sé que lo que siempre quisiste fue que estuviera bien, así que te informo que tu deseo se ha cumplido. Estoy recibiendo atención, voy progresando, me están ayudando con mis problemas, y tu padre ya no puede dañarme. Eso es todo hija, muchas felicidades por tus 37 años. ¡Ah! Una cosa más. Si Demian está ahí contigo, por favor cuida de él, y dile que lo amo. Ustedes dos son lo mejor que pudo pasarme. En verdad los amo.- la voz de la madre, que hasta ahora se había mantenido firme y audible, finalmente se rompió. Aunque ella no lo viera, muchos miembros del personal estaban llorando. 

- Le tenemos una sorpresa, señora. Un regalo de parte del personal del hospital para Carol.- la enfermera se acercó, tomando una de sus manos, y arrodillándose, como implorando- ¿Nos permitiría traerlo? Lo hicimos nosotros mismos.- la sonrisa de la enfermera era lo más cálida que podía ser, pero estaba salpicada por la tristeza en la que la madre acababa de bañarlos a todos. 

- Por supuesto.- dijo la madre con una sonrisa franca. Un calor fluyó por su interior. Carol habría estado tan contenta, ella adoraba recibir obsequios. 

La enfermera asintió a un par de doctores que observaban desde la puerta, que de inmediato se acercaron trayendo consigo un pequeño y modesto pero hermoso pastel. La madre lo vio, y sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción. "Para Carol" rezaba la dedicatoria. Era muy bonito. Además, tenía sus 37 velitas puestas con sumo cuidado y encendidas. Se cubrió la boca con las manos para acallar un sollozo. 

Pusieron la tarta frente a ella, y le pidieron que hiciera los honores. Ella sopló las velas. "Ya tienes 37 años Carol" pensó, al ver desaparecer los pequeños fuegos. Una enfermera quitó las velas, y partió un trozo, para después dárselo. "La madre debe de probarlo, en definitiva" dijo con una sonrisa. Ella, que estaba algo impactada, algo ida, asintió simplemente, sin prestar demasiada atención al mundo exterior, perdida como estaba en sus pensamientos Cogió el trozo con cuidado y se lo llevó a la boca, para darle un mordisco. 

Fue como si algo se accionara en ella. De inmediato, sus ojos se abrieron desmesuradamente, sus pupilas fijándose en el pastel con extraordinaria dureza. Su boca se abrió en un grito de horror, y apartó la obra maestra de la repostería de un manotazo, jadeando y viéndose sacudida por convulsiones y violentos escalofríos. De inmediato los miembros del personal se adelantaron para calmarla, inyectándole una medicina y diciéndole palabras reconfortantes y agradables. Todos tenían la misma pregunta, que al final sólo una enfermera se atrevió a expresar en voz alta. 

- Pero señora, ¿qué ha pasado? ¿Acaso no le ha gustado el pastel? 

La madre la vio como si no la conociera, con fijeza. Luego negó lentamente con la cabeza, sin dejar de mirarla a los ojos. Finalmente, se recostó en su asiento, y los cerró. Su respiración se acompasó poco a poco, y finalmente su pulso se regularizó y se tranquilizó su mente. Sólo entonces pudo responder. 


- Sabía a sal. 


Día a día, miles de familias se ven agitadas por terribles olas de violencia intrafamiliar. Las víctimas, muchas veces, no encuentran la forma de comunicarlo. Ya sea por miedo, por un problema de codependencia, o por otras razones, en muchas ocasiones la única escapatoria para personas que sufren ésta clase de infiernos es la ayuda externa. El apoyo de amigos, vecinos, la intervención de gente interesada. 


Sin embargo, muchas veces, la gente termina viendo éstas explosiones de violencia como algo cotidiano, corriente. Algo inevitable. Lo dejan pasar, lo ignoran. No seas esa clase de personas, alza la voz, y no dejes que la violencia se vuelva una cosa de todos los días. No dejes que sigan las cosas así. Salva una vida. 

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