El Árbol Rojo.
No puedo escuchar el silencio. Mi respiración se pierde en el fragor del aleteo de los cuervos. Cuervos enormes, más grandes que mi perro, que se pasean campantes por mi ventana. Graznando, y picoteándose, peleando por devorar el pastel que había dejado en el marco para enfriarlo. Los ahuyento con una escoba. Ellos se van volando. Estoy molesta. Muy molesta. Mi pastel se ha arruinado. Hay pelusa en toda su superficie. Culpa de la escoba, culpa de los cuervos. Mi culpa, que inútil soy. Me siento en una silla junto a la ventana, y lloro.
Mis hijos, dos muchachos de 12 y 15 años, juegan en el jardín. Se persiguen el uno al otro, y luego intercambian los papeles. De pronto, el menor se detiene, y vuelve la mirada a un punto que escapa de mi marco de visión. Sonríe, y saluda. El mayor está distraído, se ha girado a buscar el balón en el cobertizo. No está al tanto de su hermano menor. El pequeño de 12 años mira indeciso a la casa, y luego a su hermano. Finalmente, comienza a caminar en la dirección en la que había saludado. Hay un bosque, hay un bosque en esa dirección.
Me asusto. No se por qué, estoy aterrorizada. El perro se ha despertado, y comienza a rascar la puerta furiosamente, gruñendo. Quiere salir. Me da miedo acercármele, sus ojos parecen enloquecidos. Me dirijo a abrirle. Pero entonces, noto mi reflejo en el espejo de la puerta. Hay alguien detrás de mí, parado en el umbral de las escaleras, más allá del pasillo de la sala. Una figura blanca. No lleva zapatos, y sus pies, tan blancos como una hoja de papel, parecen ser demasiado grandes para el escalón en el que están apoyados. Sus piernas, blancas, van desnudas, y su musculatura se aprecia. Sólo lleva un taparrabos al parecer, cocido a partir de la blanca cabeza de una cabra albina. Su pecho musculoso, blanco, y sus brazos, blancos, y sus manos, de largas uñas blancas y puntiagudas, parecían moverse en una especie de frenesí, como una respiración agitada impulsada por la locura. Sin embargo, su cabeza no se veía, la ocultaba el techo. Era demasiado alto.
Me paralizo. No puedo moverme, hago acopio de todas mis fuerzas, pero no puedo abrir la puerta y salir a buscar a mi hijo. Sólo puedo quedarme ahí, viendo al ser blanco. Mi sangre se enfría, mi corazón bombea cada vez con más fuerza, desesperado. Me cuesta respirar. Mucho. Tengo miedo, mucho miedo. Un pánico animal, instintivo. Una presión en el pecho, abominable. No quiero que eso baje. Se que sabe que estoy aquí, pero no quiero que baje. Mi perro también sabe que está aquí. Por eso insiste tanto en querer salir.
Finalmente, consigo voltearme rápidamente. Pero el demonio blanco se ha ido. No queda ni rastro de su presencia en las escaleras. Aliviada, siento que las sensaciones de pánico opresivo me abandonan poco a poco. Entonces abro la puerta y corro hacia mi hijo de 12 años. Está parado en el límite del bosque, viendo hacia arriba. Un árbol, enorme, crece ahí. Sus ramas parecen garras de un monstruo gigantesco que se extendieran en todas direcciones, cubiertas por unas oscuras hojas rojizas que parecieran susurrar con mil voces distintas con la presencia del viento.
-Hijo, ven. Hay algo que debo decirte- le digo, trato de que me escuche, que voltee. Pero no quiere hacerlo. Está llorando. Mi hijo está llorando. La culpa, la culpa. Me odio por ello. Duele. ¿Cómo puedo sentir dolor estando muerta?
Mi hijo avanza. Abraza mi cuerpo, que cuelga de las ramas del árbol. Llora.
Ahí fue cuando en verdad morí.
-Hijo, ven. Hay algo que debo decirte- le digo, trato de que me escuche, que voltee. Pero no quiere hacerlo. Está llorando. Mi hijo está llorando. La culpa, la culpa. Me odio por ello. Duele. ¿Cómo puedo sentir dolor estando muerta?
Mi hijo avanza. Abraza mi cuerpo, que cuelga de las ramas del árbol. Llora.
Ahí fue cuando en verdad morí.
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