La casa de la luz roja

Calle nocturna sumida en las sombras con un letrero a luz neón roja.

- Vivo allá, en la casa de la luz roja. - dijo mientras señalaba. 

Cuando él miró hacia allá no pudo ver nada, aquella noche había un apagón en la ciudad y las casas estaban todas negras, todas iguales, rostros grises sin ojeras ni sonrisas ni matices. La miró arqueando una ceja, olvidando también él que la luz no iluminaba sus rasgos, pero a pesar de que no había manera él se dio cuenta de que ella sonreía y supo que en realidad no lo había olvidado.

La mañana se extendía como una serie de sombras sin forma ni nombre que pasaban presurosas y en filas estrechas sobre un fondo color ceniza. A veces el cielo no deseaba despertar, pero todos los días las aves tenían que cantar y volar armando escándalo bajo todas las ventanas. Se dio cuenta de que se había olvidado de pedirle que le regresara su encendedor demasiado tarde, cuando ya era hora de comer y había salido a la calle a fumarse un cigarrito antes de seguir con la chamba. "Eh, ¿tienes fuego?" y las manos se le quemaron bajo el humo blanquecino que escapaba de sus pulmones.

Cuando la ciudad se vestía con sus mejores galas oscuras él siempre se sentía extrañamente tranquilo, como si no le fuera a pasar nada y las balas y los fileros tuvieran algo mejor que hacer que meterse con su insignificante persona. Entonces las sombras eran sólo sombras y las luces de las casas eran ojos silenciosos de antiguas entidades gigantescas que lo observaban, juzgándolo o vigilándolo o cuidándolo. A lo lejos ladraba un perro, unos gatos se apareaban en un tejado chillando como si les estuvieran dando una golpiza, el rumor de los coches que aún pasaban por la ciudad de madrugada le agitaba el rostro y se lo desacomodaba.

La cantina estaba cerrada de nuevo y ya no había nada que hacer, nadie a quién ver. Las miradas perdidas que observaban al barista decir las efemérides ni siquiera se habían dado cuenta de cuando, de las 25 personas que quedaban en aquel bar de madrugada, de pronto ya sólo quedaban 23. Un hombre y su sombra ocupan más espacio del que ocupa una sola persona, un solo individuo. Sin duda los pasos de uno también tienen eco en una noche solitaria, los sonidos se duplican cuando la mente está cansada e insiste en soñar que ve cosas por el rabillo del ojo.

Aquella noche la luz había vuelto a la ciudad y bajo las farolas la silueta del hombre solitario se recortaba como si se tratara de una efigie, un arquetipo de leyenda. Sus ojos se dirigieron automáticamente al final de la calle y de inmediato sintió que se le escapaban todos los pájaros de los pulmones. Ahí estaba, la casa de la luz roja, brillando con su pequeño letrero neón como si estuviera invitándolo a una función de después de media noche, un espectáculo exclusivo del que él había tenido el privilegio de oír hablar y al que ahora se encaminaba, apartando los postes de luz a su paso.

Un sonido repentino le hizo pegar un brinco y le hizo fruncir el ceño. En el cielo los cohetes empezaron a estallar en estrellas cada  vez más lejanas, mientras el hombre de paja se doblaba hacia atrás y las rosas comenzaban a nacer de su pecho. Para cuando los ojos del hombre se encontraron con su sombra, el espectáculo ya había terminado. 

Texto e imagen de Viento Nocturno

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