Las luces rojas
No recuerdo la última vez que tomé agua en un vaso de cristal, últimamente todo lo que puedo hacer es sacar la lengua y beber de la lluvia como un perro, inclinarme a sorber de los charcos que se acumulan en la calle, mirar con fijación asesina a quien quiera que cargue con una cubeta o una botella entera del preciado líquido. Todos son unos imbéciles, lamebotas o aprovechados que se pavonean por las calles con las letras doradas en la frente, en los ojos, que indican que sobrevivirán, que tienen la vida, que han obtenido la vida y que son más que nosotros por eso, que son más ricos, mucho más ricos que nosotros. Nunca hubiera pensado que la vida misma podía ser objeto de transacción, que uno podía ser dueño de ella, que la vida misma podía ser poseída como un objeto, robada, codiciada, perdida.
Ya he olvidado la época en que no tenía preocupaciones, en que el cielo era azul y yo podía siquiera pensar en jugar, siquiera recordar lo que era eso. Mis padres siempre me protegerían de todo en aquella época, al menos eso era lo que pensaba, que eran invencibles y que podían resolverlo todo. Pero ahora mi padre está muerto y mi madre se suicidó luego de ser violada por un soldado, una bestia de guerra que me dejó inconsciente de un golpe en la cabeza. Ahora ellos están muertos y lo único que quedan son el dolor, la ira y el recuerdo de un ayer perdido, una casa en ruinas que ha sido destrozada por las balas y las bombas. Ayer encontré el cadáver de mi mejor amigo semi enterrado entre los escombros, un perro estaba alimentándose de su oreja. Ahuyenté al perro, pero no pude ahuyentar a mi propio corazón que me dolía y sangraba como la herida de una bala perdida.
Hoy vino un joven soldado a nuestra casa en ruinas, entró por la puerta sin llamar y riendo, apestando a alcohol, se puso a romper todos los platos de la alacena. Supongo que no vio ya ventanas o espejos para destruir y que por eso decidió enfocarse en los platos, pero no sé por qué comenzó de pronto a llorar mientras lo hacía, como si se hubiese acordado de los platos en su propia casa, los platos de su madre en los que solía comer de niño. Yo lo observé en silencio, oculto como estaba tras una esquina, lo observé sin hacer ningún ruido, sin parpadear, casi sin respirar, esperando pacientemente a que rompiera el último plato. Cuando se acostó a dormir por fin decidí acercarme y lo miré parado junto a su lecho, lo miré como un fantasma, como un monstruo que sale del armario y observa en medio de la noche al niño inocente que duerme tranquilo en su cama. Entonces tomé su cuchillo y le corté el cuello.
Mañana llegará la ayuda, mañana llegará. Eso me decía mi hermana mientras me abrazaba cuando caían las bombas, mientras me cargaba lejos del peligro a la casa del vecino, y luego del vecino del vecino, y luego del desconocido de más allá, todos muertos, todos perdidos, todos lejos. Yo asentía, asentía para tranquilizarla aunque no creyera sus palabras y pegaba mi rostro a sus largos cabellos, aspirando profundamente su aroma, su esencia. Después de un tiempo su frente se puso caliente, estaba hirviendo, sus mejillas se pusieron rojas y ya no pudo andar más. Entonces comenzó a decir incoherencias, a hablar como si creyera que seguíamos en la casa, que la guerra nunca había estallado, que nuestros padres seguían con vida. Mi hermana murió a los tres días de que la fiebre comenzara, pero yo todavía puedo recordar el aroma de su pelo y el timbre de su voz en mis oídos. Mañana llegará la ayuda, mañana llegará.
He empezado a juntar unas piedras, las he juntado a mi alrededor en un círculo y luego las he empezado a elevar en varias columnas. Creo que estoy haciendo una casa, como si pudiera tener un hogar en un lugar como este. Pero no puedo pensar con claridad, es como si mi mente se negara a reconocer las imágenes que de hecho se suceden frente a mí y de pronto me parece ver que en realidad estoy en mi habitación, jugando a la guerra con mis soldados de madera y que en cualquier momento mi madre me llamará para que vaya a comer. Entonces mi mirada se pone muy borrosa, me duele mucho la cabeza y caigo al suelo exhausto, la tierra entrando en mis pulmones, los escombros lastimándome las rodillas y las manos. No estoy en mi casa, nunca volveré a estar en mi casa y probablemente estoy así porque no he tomado agua en mucho tiempo, no recuerdo cuándo fue la última vez que bebí agua.
Hay luces rojas en el cielo, alzo los ojos llenos de terror y corro a esconderme, pero ya no quedan lugares para desaparecer. Todo está siendo iluminado por luces y varias personas vestidas de blanco con una herida roja en el pecho comienzan a acechar como fantasmas, los fantasmas de antiguos guerreros cruzados que han despertado por todo el alboroto. Vienen hacia mí, intentan decirme algo pero yo sé que sólo quieren que vaya con ellos para matarme, yo sé que ellos en realidad están muertos y quieren arrastrarme, llevarme lejos en un río de sombras hacia el inframundo. Busco en mis bolsillos, pero no tengo ninguna moneda para pagarle al barquero que me ayudará a cruzar al otro lado, me entra el pánico y comienzo a correr sin ver, esquivando las sombras que aparecen en mi camino.
Estoy cayendo, estoy cayendo a un agujero muy negro cada vez más rápido. El viento silba en mis oídos exactamente igual que las balas al pasar cerca de uno y mi corazón late a toda velocidad mientras mis órganos quedan suspendidos al vacío. Ahora todo tiene sentido, cómo pude ser tan imbécil, era todo un sueño, una horrible pesadilla y ahora por fin voy a despertar, voy a dar un salto al sentir que caigo desde muy alto y a incorporarme de golpe en la cama apartando las cobijas de mí, voy a llamar a mamá y ella vendrá a ver qué pasa y me abrazará y me tranquilizará, "No pasa nada hijo mío, duerme ya, que la guerra nunca pasó y todo está bien". Cierro los ojos, sonrío, lloro y me abandono a un extraño sueño que por alguna razón se siente como si fuera a ser eterno.
Texto e imagen de Viento Nocturno
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