Noche de Paz
Cuando la niña alzó los ojos al cielo cubierto de nubes blancas sin duda no esperaba ver allí arriba reflejada la tristeza que opacaba su alma. Los copos de nieve comenzaban a caer mientras la pequeña, bien envuelta en varios abrigos, con bufanda, gorro y guantes, se dirigía a la entrada para actores del teatro de la ciudad. Varios de sus amigos ya estaban allí, afinando con su maestra o platicando entusiasmados. Su mejor amiga se le acercó con una sonrisa, ya con el traje de danza puesto y preparada para representar el Lago de los Cisnes, pero se detuvo en cuanto vio su rostro.
- ¿Qué pasa, qué tienes? Hoy es un gran día, no puedes estar tan triste. - su amiga le dio un abrazo y se la llevó aparte para que pudieran charlar.
- No entiendes, hoy tengo todas las razones para estar triste. Mis padres no me dejaron invitar a un amigo, alguien muy importante para mí. No me dejaron darle la invitación y en cambio se la dieron a un primo que no me cae nada bien. Me siento muy mal, había prometido invitarlo. - la niña ocultó el rostro entre las manos, a punto de llorar.
Sintió la mano de su amiga en su espalda intentando consolarla y se dio cuenta de que estaba mucho más allá de algo así. Quizá antes hubiera servido, pero a esas alturas simplemente deseaba desaparecer, que se la tragara la tierra y no volver a salir jamás. ¿Por qué tenía que haberle dicho a su madre, pedirle permiso? Maldita sea por su costumbre de niña buena y bien portada, de "niña bien". William tenía razón, ella seguía demasiado bien las reglas aunque no estuviera de acuerdo con ellas, aunque le costaran su primer amor.
¿En dónde estaría él en ese momento, mientras ella se veía obligada a prepararse para representar aquella estúpida obra, el estúpido Lago de los Cisnes que tanto amaba pero que sin la presencia de su Will no tenía ningún sentido? Miró por la ventana hacia el cielo que oscurecía, los copos de nieve pintándose de rojo ante la luz del sol que moría en el horizonte. El silencio reinaba aquella tarde en la ciudad, pues aunque eran fechas festivas el intenso frío había alejado a todos de las calles, obligándolos a resguardarse en sus casas solos o con sus familias. Sólo los valientes y desamparados permanecían en aquellos páramos de luces navideñas y cables eléctricos.
Una de las figuras que iba caminando sin aparente rumbo por entre la nieve se trataba de aquel chico a quien la joven bailarina tanto deseaba encontrar, se trataba de William. Tenía los pantalones rotos a la altura de las rodillas y nada debajo para cubrirlo. El abrigo que llevaba estaba sucio, muy largo para su talla y algo roto en distintas zonas. Una vieja bufanda en el mismo estado cubría su rostro y su cuello, y bajo el abrigo se adivinaba una simple camiseta de tirantes ya vieja y usada. Los ojos del niño brillaban sin embargo, mientras se dirigía hacia donde le había prometido que esperaría su amada.
Acababa de pelearse con su padre para poder ir al teatro al menos el día de Navidad en vez de pasarse la tarde ayudándolo en el taller, evidencia de esto era un ojo morado que le ardía al contacto con la nieve. Pero había valido por completo la pena, no podía perderse por nada la representación de su bailarina, de su Ofelia en el teatro de la ciudad. Llegó a la fuente que permanecía apagada y silenciosa en el centro de la plaza y se sentó, disponiéndose a esperar sin importarle las ráfagas de aire helado que se colaban todo el rato bajo sus ropas.
Hacía tres años que había conocido a Ofelia, tres años exactamente. Todo había comenzado cuando su padre le había enviado a hacer un recado y la había visto volviendo de la escuela, con su lindo abrigo y su carita de ángel enmarcada por sus rizados cabellos. Ella también lo había visto y de inmediato se había puesto toda rojita de forma adorable. También él se había sonrojado, pero por supuesto no se había dado cuenta. Simplemente había levantado la mano para saludarla y ella lo había saludado de vuelta. Después de eso se habían buscado y se habían encontrado, pasándose sus cuentas de Facebook y más tarde cuando tuvieron celulares sus números de Whatsapp para hablarse todos los días y a todas horas. Al principio ambos comenzaron tonteando, casi jugando, diciéndose cosas medio en broma medio en serio. Pero poco a poco el cariño había ido creciendo y las citas a las que se invitaban se volvieron más sinceras y cariñosas, hasta que un día, en aquella misma fuente y bajo la luz de una luna llena, se habían dado su primer beso.
Ah, cómo se habían amado desde entonces, lo mucho que habían platicado de sus vidas y lo mucho que se habían esforzado para conciliar sus diferencias. A pesar de que William no iba a la escuela, Ofelia se había ofrecido a empezar a enseñarle y a los pocos meses ya sabía con trabajos leer y escribir. A su vez el chico le había enseñado a reconocer una calle peligrosa cuando caminase por su cuenta, a escaparse de un posible asaltante y a buscar los mejores puestos de comida. Poco a poco habían ido más lejos y él le había enseñado lo que su padre le enseñaba de mecánica y ella le había mostrado sus películas y libros. Pero a pesar de los progresos que ellos dos hacían y de lo cerca que se sentían, su relación debía mantenerse como un secreto al menos hasta que ella entrara a la preparatoria el próximo año. Sabían perfectamente que sus padres jamás podrían aprobar algo así, el padre de William considerando cualquier cosa que no fuera trabajar como una pérdida de tiempo y la madre de Ofelia expresándose constantemente sobre los pobres como "personas sucias, casi animales".
Era por eso que su madre le había dado una cachetada cuando le había pedido permiso para darle ese boleto a su amigo, era por eso que se lo había quitado de las manos y la había mandado a dormir desconectando el internet. Ofelia se tocó la mejilla donde su madre la había golpeado y sintió de nuevo el impulso de llorar, pero ya estaba por entrar al escenario y no podía hacer eso. Tenía que ser fuerte, tenía que ser aún más fuerte. Con el rostro destrozado y los ojos más oscuros que la noche misma, la chica salió desde las bambalinas y comenzó a bailar junto con las demás. Le habían dado el papel protagónico, así que de inmediato todos los ojos se posaron en ella y las luces iluminaron su semblante atormentado.
Comenzaban ya a encenderse las primeras farolas, pálida su luz en la noche silenciosa y solitaria. William empezó a sentir frío, un frío como no había sentido nunca antes que no parecía nacer del exterior, si no del centro mismo de su pecho. Aunque no quisiera admitirlo del todo una parte de él estaba ya convencida de ello: Ofelia no iba a llegar, lo había olvidado o había decidido que él no valía la pena. Sintiendo que los ojos comenzaban a arderle y que las piernas empezaban a temblarle el niño se levantó y se volvió para irse, pero se detuvo de pronto. No, aquello no podía ser verdad, su Ofelia nunca haría eso. Quizá no le habían permitido llegar, sí, debía de ser algo por el estilo. Desesperado se giró en derredor, su corazón dando un salto al notar un brillo bajo el agua congelada. En la fuente había varias decenas de monedas que la gente había estado lanzando esa Navidad para pedir deseos. Con una nueva esperanza brillando en sus ojos, el niño se dispuso a recuperarlas para cumplir el suyo.
En el teatro el público se encontraba sumido en el más profundo y estupefacto silencio. Muchos de ellos eran padres de familia y amigos, pero también había algunos maestros e incluso un crítico de arte, una periodista y una directora de danza. Todos sin excepción se estaban dando cuenta de la increíble y profunda representación que estaba dando Ofelia. La niña, sin prestar atención a nada más que a sí misma y a sus compañeras alrededor, bailaba sin parar dejando que sus brazos y piernas hablaran por su cuenta, que contaran su dolor. Desde el interior de sus ojos se podía adivinar un fuego enorme que brillaba lleno de ira y pasión. La directora de danza, tomada con la baja completamente baja, anotó en el cuadernito que había llevado sin esperar llegar a utilizarlo que tenía que hablar con la madre de la bailarina protagonista, pues su futura evolución como una de las mejores bailarinas de aquella ciudad era evidente.
Unas manos surgieron de las sombras jalándolo con violencia mientras hacia el teatro corría. Un par de sujetos desconocidos lo inmovilizaron y amenazándolo con una navaja le quitaron todas las monedas que había reunido, llevándose también el pasaje que había conseguido ahorrar aquella semana para volver a su casa en camión. William, hirviendo de la ira y cegado por completo por su objetivo que hasta hacía poco se veía posible, comenzó a retorcerse y a lanzar gritos y patadas, grave error. Uno de los asaltantes se rió mientras el otro guardaba su navaja y le lanzaba un golpe directo al rostro, seguido de varios más al estómago y las costillas. Luego de eso lo dejaron caer al suelo y ambos siguieron pateándolo un rato más hasta que dejó de moverse, emprendiendo entonces la huida con su dinero. El niño se quedó muy quieto por un rato, sintiendo un dolor agudo creciendo en su pecho y moviéndose lentamente hacia sus brazos y piernas. El sabor de la sangre llegó hasta sus labios desde su nariz rota, mientras se ponía de rodillas y agarrándose a la pared del callejón hacía esfuerzos para levantarse. Cuando lo logró alzó la mirada al cielo y olvidándose de contener el llanto gritó con todas sus fuerzas, mirando hacia las nubes blancas e impasibles con odio. Como respondiendo a su grito, la nieve comenzó a caer con mayor intensidad.
Un giro, dos giros, pose. Un giro, dos giros, salto y pose. Ahora también sus compañeros, tanto en el escenario como en el coro y en los instrumentos se empezaban a dar cuenta de la extraña atmósfera que se generaba en torno a Ofelia. Pero, cosa extraña, en vez de desconcertarse o de distraerse, de ponerse nerviosos o de asustarse, todos comenzaron a sentir a su vez crecer en su interior una pasión desconocida. De pronto todos aquellos niños que hasta hacía unos minutos daban una representación bastante normal por lo demás, nada destacable, comenzaban a moverse y a cantar con una fuerza y un sentimiento equiparable a las mejores compañías del mundo, aunque obviamente faltos de técnica. La directora de danza, dándose cuenta de lo que estaba pasando, se levantó en su asiento sin poder contenerse. La pequeña protagonista mientras tanto dejaba que un par de lágrimas resbalaran por sus mejillas y se olvidaba, se perdía a sí misma mientras los límites entre la tragedia de su personaje y la tragedia que ella misma vivía en esos momentos se difuminaban, se fusionaban.
El camionero negó en silencio con la cabeza sin lanzarle ni una mirada y dijo con un tono monótono que si no se bajaba tendría que llamar a la policía. El niño se bajó, sin saber cómo volvería a casa y miró alrededor ya al borde de la desesperación buscando a alguien a quien pudiera pedir unas monedas. Pero al verlo las personas rehuían, se alejaban como si temieran que les pegara algo o que les ensuciara sus abrigos. Sintiendo algo muy oscuro crecer en su interior, William se dirigió tiritando por dentro y por fuera hacia una plaza comercial, donde al menos habría aire acondicionado. Cuando entró se vio recibido por un hermoso canto y de inmediato sus pasos se dirigieron como en trance al pequeño escenario improvisado en el centro del lugar. Una mujer muy hermosa estaba allí cantando acompañada de un hombre también muy hermoso que tocaba la guitarra. Admirado por la música el niño se detuvo un momento a escuchar, cerrando los ojos mientras pensaba en ella.
Noche de paz,
noche de amor,
todo duerme en rededor...
Las luces del teatro se encendieron mientras una lluvia de aplausos caía sobre los jóvenes artistas que algo sorprendidos parpadeaban como despertando de un sueño. Ofelia era la única que no parecía afectada, miraba a todo y a todos como desde un sitio muy lejano, con frialdad e indiferencia. La maestra se acercó a felicitarla, así como muchos padres y maestros en cuanto ella bajó. La niña sólo asintió y se dirigió hacia sus padres. Pero luego pareció cambiar de opinión y se volvió hacia la salida, como si hubiera decidido que quería salir y que tenía algo que hacer, sólo para ser interceptada por una mano. La directora de danza le sonrió comprensiva mientras la conducía con movimientos profesionales y acostumbrados a lidiar con gente en shock hacia una salita aparte, donde sus padres ya esperaban llenos de emoción. Mientras esto pasaba la periodista escribía notas como loca, observándolo todo atentamente e intercambiando opiniones con el crítico.
También llovieron los aplausos en el centro comercial cuando terminó aquella canción, asustando al pobre William que ya comenzaba a sentirse en paz. Los artistas, muy felices de poder tocar aquella noche para esas personas, se levantaron para dar una reverencia y entonces sus miradas capturaron al joven desamparado que los miraba con asombro. Sus sonrisas flaquearon, se despidieron del público y se apartaron un poco para discutir. Sin comprender nada, el niño los observó con algo de recelo que se transformó en auténtico miedo cuando notó que se dirigían hacia un guardia de seguridad, señalándolo. Desapareció entonces corriendo, esfumándose como un espejismo o un criminal antes de que aquella pareja de artistas pudiera acercarse a ofrecerle su ayuda. Cuando ambos lo buscaron lo único que encontraron fue su bufanda entre las ramas de un árbol muerto.
Su mente estaba completamente embotada, como si la nieve se hubiera acumulado en su interior y fuera imposible moverse. Miró a sus padres mientras ellos hablaron, luego miró a la directora de danza. Cuando le preguntaron algo sobre ir a estudiar a un instituto importante ella simplemente asintió y fingió una sonrisa, permitiendo que su madre siguiera hablando por ella. Simplemente ya no podía, ya no tenía fuerzas para decidir por sí misma. La directora y sus padres intercambiaron un saludo cordial, evidentemente estos últimos a punto de explotar de felicidad, y la familia salió sin prisa hacia su coche. Su padre comenzó a conducir por las calles cubiertas de nieve de vuelta hacia su hogar. Fue el único en notar un pequeño bulto en una banca entre la nieve pero, sin que le pareciera algo extraño, simplemente siguió su camino. Mientras tanto su madre tarareaba una canción, intentando animarla al saber que era su favorita. Lo que ella no sabía era que "Noche de Paz" era su canción favorita solamente porque era la primera canción que había cantado con William.
Ofelia probablemente había bailado estupendamente, pensó él mientras los dientes le castañeteaban con fuerza terrible. Sí, probablemente había sido todo muy hermoso y ella había estado feliz, sonriendo como siempre mientras daba vueltas sobre el escenario. ¿Qué le había dicho que iba a bailar? Tristemente no lo recordaba, pero en su mente ella no podía estar bailando otra canción que no fuera aquella, su canción especial. Haciendo un esfuerzo comenzó a cantarla en voz baja, su garganta agarrotada cerrándose con cada minuto que pasaba, la nieve acumulándose sobre él. "No... oche... de... paz... noch... che... de... a... amor... to... do... duer... me... en... re... de... dor...". El pequeño niño cerró los ojos, sintiendo un suave calor crecer en su interior mientras sus labios esbozaban una sonrisa azulada. Sus brazos se aferraron una última vez con fuerza a sus piernas antes de que su cuerpo quedara completamente inmóvil, como un viejo abrigo olvidado cubierto de nieve en aquella banca perdida en la silenciosa ciudad.
A la mañana siguiente la mamá de Ofelia la despertó con una gran sonrisa mientras le mostraba la sección de sociales y cultura del periódico local, donde su rostro estaba capturado como la estrella del momento y su nombre figuraba en el artículo. La niña se levantó sintiendo un dolor en el pecho, pero con la esperanza absurda y completamente desproporcionada de que todo aquello hubiera sido un mal sueño. Se vistió y escuchando a su madre bailar y cantar se dirigió a la mesa de la cocina para desayunar, donde su madre había dejado descuidadamente el periódico para bailar con su esposo. En la radio comenzó a sonar esa canción, esa maldita canción que ahora que se daba cuenta de que todo había sido real deseaba con todas sus fuerzas desterrar de su alma. Junto a la sección de sociales había una pequeña, casi imperceptible columna en la parte atrás de los obituarios en que se informaba de otro niño más de unos trece o catorce años, sin identificar, que había sido encontrado muerto por congelación en una banca de la ciudad. Las lágrimas no acudieron a sus ojos, tan grande era el dolor que simplemente se quedó sentada allí, observando a la oscuridad crecer en su interior, mientras la certeza de que aquel niño era William se hacía cada vez más sólida y "Noche de Paz", esa maldita canción, no dejaba de sonar en la radio y en su corazón.
Texto e imagen de Viento Nocturno
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