El rencor

El camino que él recorrió para desaparecerlos.

Su carrito de helados era muy viejo ya, el óxido colgaba como una enfermedad infecciosa de las láminas de metal y hacía que cualquier movimiento efectuado viniera acompañado de un chirrido. Su cuerpo también estaba oxidado ya, las arrugas le cubrían el rostro y sus cabellos, antes negros y después plateados, eran ahora casi todos blancos. Sus huesos se quejaban cuando y a veces se le olvidaban cosas importantes, pero él seguía trabajando duro. No tenía otra cosa que hacer después de todo y debía de ganarse la vida de alguna manera.

Siempre que llegaba a un área residencial utilizaba la misma técnica: comenzaba a recorrer las calles lentamente, tomándose su tiempo, mientras hacía sonar por una pequeña bocina la música por la que todos lo identificaban. De inmediato se asomaban los niños, jóvenes e incluso adultos y se le acercaban, deseosos de calmar su calor o su antojo de algo dulce. Había, sí, algunos días que eran algo malos. Pero normalmente podía recuperarse fácilmente de ellos, nunca le faltaba para comer en la vecindad en la que vivía con su familia.

De vez en cuando le tocaba recorrer un fraccionamiento que tenía un gran parque en su centro. Unos gemelos idénticos muy robustos bajarían de la chuleta golpeando el suelo con los pies y se quedarían mirando cómo todos los demás niños compraban sin acercarse al carrito. El viejo vendedor de helados, que había visto cosas mucho más extrañas e inquietantes a lo largo de su vida, optaba por ignorar a los gemelos y seguía vendiendo como si nada. Pero un día levantó la mirada y casualmente la dirigió a los extraños gemelos. Su mirada estaba fija en la suya, como si lo hubieran estado observando todo el rato desde que había llegado. Cuando notaron que habían sido descubiertos ambos sonrieron con malicia y parecieron susurrarse algo entre ellos, divertidísimos. Aquel día el hombre se fue temprano del parque.

Las primarias siempre habían sido campos de batalla, desde que la primera escuela había sido fundada el primer acto de abuso había sido cometido por el primer niño con problemas personales para desquitarse con aquel a quien consideraba débil. Cuando pasaba cerca de primarias siempre podía verlos, distintos del resto, a los abusadores. Sus movimientos eran bruscos, sus sonrisas ladinas, sus ojos llenos de malicia y sus posturas un completo disfraz para su inseguridad auténtica. Les vendía helados a todos, pero a ellos siempre procuraba dejarlos hasta el final. Si es que tenían la paciencia y la humildad suficientes para esperar. A veces le gritaban alguna grosería y se iban corriendo de regreso con sus madres, o sus grupos, o sus amigos, o a su salón... A veces simplemente lo miraban con odio y sonreían, como si se burlaran de él, como si...

- ¿Vas a salir? - su hija lo miró confundida mientras se preparaba para sacar su puesto de tacos.

- Tengo ganas de pasear un rato, eso es todo. - el hombre salió de la casa y montó en su bicicleta, el sol de domingo a sus espaldas mientras recorría los viejos caminos pensativo.

La primera bicicleta que había tenido era de color rojo, muy hermosa realmente. Sus padres habían ahorrado muchísimo junto con sus tíos para poder costearse ese regalo de cumpleaños, por lo que él procuraba cuidarla muy bien. El primer día de clases la llevó a la escuela, robándose las miradas de todos incluyendo la chica que le gustaba. Durante el transcurso del día se sintió como el chico más afortunado de la Tierra, pero cuando salió su bicicleta estaba destrozada en el suelo, la palabra "MARIQUITA" escrita con grandes letras capitales en el manubrio.

Se estacionó discretamente cerca del parque para observar y se acercó a las inmediaciones buscando pasar desapercibido. Los niños jugaban, saltaban y corrían por el parque mientras los padres veían sus celulares o hacían llamadas, vigilándolos superficialmente. Observó la chuleta con atención, aquella enorme resbaladilla de cemento por la que los niños se deslizaban, se colgaban o buscaban escalar. En el centro de la parte alta se encontraban parados los gemelos, mirando a todos desde arriba con sonrisas burlonas e intercambiándose chistes que nadie más compartía.

Un niño pequeño, como de unos siete años, intentaba escalar la superficie inclinada de la chuleta ayudándose con manos y pies. En cuanto llegó arriba los gemelos lo empujaron de una patada de vuelta a la base de la estructura, a donde llegó rodando y llorando de dolor, al parecer sin saber muy bien qué había pasado. Los niños se rieron a carcajadas, gritando que se había caído y que había sido muy torpe para eludir la responsabilidad de sus actos. Confundida, la madre del niño se acercó a cargarlo entre sus brazos y se lo llevó sin lanzarle ni una mirada a los gemelos. Nadie parecía estar dispuesto a decirles nada, nadie parecía estar observando.

- ¿Ya viste las noticias papá? Que unos gemelos desaparecieron cerca del parque de la calle Olivos, le voy a decir a Juanito que ya no se vaya a jugar para allá. No vaya a ser la de malas. - le comentó su hija mientras se preparaba de nuevo para sacar su puesto de tacos.

- No te preocupes hija, se han de haber escapado. Ya ves que estos jóvenes de ahora creen que lo saben todo del mundo... En fin, que te  vaya muy bien en la venta, me tengo que ir. - el hombre se dirigió hacia su carrito de helados y lo llevó hasta la entrada.

- Tienes razón, los jóvenes están desatados. ¡Que te vaya muy bien también a ti papá!

El hombre del carrito de helados comenzó a conducir por la ruta que siempre tomaba haciendo sonar la alegre y conocida tonada en su bocina. Cuando llegó al parque de la calle Olivos los niños salieron de inmediato junto con algunos adultos para comprarle los preciados helados y paletas. El viejo lanzó una mirada a la chuleta y sonrió con satisfacción. Ya no volverían a molestar a nadie esos gemelos nunca más.

Texto e imagen de Viento Nocturno

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