Desde todos los bosques
El suave viento que corría entre el silencio que crecía de los árboles llegaba a sus oídos como llega el rumor de un río corriendo hacia una catarata, una catarata que por alguna razón caía hacia el cielo y un río que reptaba por sobre su cabeza. Amelia Earhart respiró hondo con una enorme sonrisa en su rostro de crespos rizos castaños encerrados por aquel viejo casco de su abuelo, que era aviador. El latir de su corazón en sus oídos le indicaba la presión que ejercía el exterior sobre su nave dependiendo de la altura con respecto al nivel del mar mientras surcaba el cielo con los ojos cerrados y un suspiro atrapado entre los pulmones. Los brazos a ambos lados del cuerpo estirados como alas, la niña que jugaba comenzó a correr entre los árboles guiándose para no chocar únicamente de su instinto, de las ramas bajo sus pies y del aire contra su piel.
Lejos, muy lejos de allí, volaba más allá del horizonte por encima de los rascacielos y de los autos y de las autopistas y de la nube de smog y contaminantes que atestaban las nubes preñadas, negras y gordas por toda la lluvia ácida que dejarían caer más tarde. Volaba más allá de los volcanes y de las montañas y de los desiertos y de los mares y llegaba a un país encantado, que era el sitio a donde Amelia Earhart había llegado cuando se había perdido y la razón por la que nunca la habían vuelto a encontrar. Porque ella había decidido quedarse ahí, en un lugar seguro, un lugar al que podía llamar hogar y que no estaba ni en su imaginación ni en su interior.
Un lugar seguro...
- Niña, ¿por qué lloras? ¿Te encuentras bien? - un hombre de unos sesenta años que había ido a correr al bosque se detuvo para acercarse a la pequeña.
Le recordaba mucho a su nieta con sus cabellos rizados y su ropa que parecía sacada de un cuento de hadas, alegre y extravagante, sacada de la imaginación de un niño. Siempre que la veía pensaba en Alicia en el País de las Maravillas, la versión animada de Disney a la que su nieta estaba acostumbrada, y se preguntaba a dónde querría escapar ella, a qué extraño país maravilloso querría correr a esconderse cuando se sentía tan sola como él sabía que se sentía, puesto que nunca iba ningún otro niño a jugar. Pero cuando la niña giró su rostro hacia él el hombre se quedó pasmado y supo que aquella era otra niña y su memoria la registró para la posteridad, pues aquella versión de Alicia en miniatura no podía ver con los ojos habituales para ello.
- ¡Niña, espera! ¿Tus padres...? - el hombre intentó alcanzarla, pero la pequeña ya había corrido cual conejo blanco a la profundidad.
Mirando alrededor sin ver a ningún otro adulto, se volvió algo derrotado hacia la entrada del bosque para avisar a uno de los guardias de una posible niña desaparecida y encima ciega que corría por entre los árboles. Se fue temprano aquel día y volvió temprano al día siguiente al mismo lugar donde el sol pasaba entre las hojas volviendo la luz verde y acuosa, como si un río corriera por encima de su cabeza, pero la niña no estaba allí. Volvería el señor muchas veces a aquel lugar sin volver a ver nunca a la extraña niña, esperando que pudiera quizá conocer a su nieta pues quizá esa niña estaba sola y también quisiera escapar. Mas no la vio hasta que un mes pasó y él ya la había olvidado, así que cuando la encontró cual si hubiera visto un fantasma su corazón se estremeció.
Como todas las tardes, Marie Curie se recogió el cabello en un apretado moño en la nuca con movimientos casi automáticos, su atención completamente fija en su objeto de estudio. Acercó las manos a la fuente de calor y se concentró en su brazo sintiendo las variantes de temperatura y la forma en que el calor comenzaba a extenderse por debajo de su piel desde los sitios donde los rayos de sol la tocaban hasta los que estaban en la sombra, dejándola al final con un brazo incandescente de luz y energía. Lanzando una pequeña exclamación de asombro la científica buscó en los bolsillos de su bata y sacó un pequeño frasco de cristal que puso bajo el sol tras destaparlo para guardar la luz en su interior, pues sabía que la necesitaría cuando se adentrase en la oscuridad.
Una extraña música sonaba en el interior de su cabeza, como si alguien estuviera tocando un piano en el salón de al lado. ¿Qué era aquello, Bach? La niña se estremeció de nostalgia mientras a su alrededor los árboles se convertían en las paredes y los muebles de una salita y en el tocadiscos del rincón giraba un viejo vinilo que su abuela había puesto antes de quedarse dormida con un libro sobre el regazo y la aguja para coser entre las manos. Cuando era más joven su abuelita podía hacer tantas cosas a la vez como uno pudiera imaginar, pero ahora estaba cansada y se dedicaba sobre todo a soñar, soñaba a que jugaba con su pequeña nieta en el jardín trasero mientras lloviznaba y ambas reían porque el agua es vida y la risa es el espíritu, y las lágrimas de nuevo caían por sus mejillas mientras sonreía abrazando aquel frasco de cristal que ahora contenía una luz tan preciada.
- Jovencita... ¡Espera! No te asustes, no corras por favor. - como un ciervo la niña se había parado de golpe y se había girado hasta tenerlo de frente, apretando el frasco contra su pecho - Sólo soy un hombre mayor que ha estado demasiado tiempo mirando las aguas del río pasar ante sus ojos sin parar, y que es además abuelo de otra niña cuyos sueños tan profundos se extienden como el mar. Me preocupas jovencita, me preocupas, ¿acaso no hay forma en que te pueda ayudar?
La niña lo miró con los ojos que no pueden verse atentamente por varios segundos que se sintieron como una eternidad o como mil eternidades transcurriendo con sus soles y sus mundos y sus vidas sin cesar. Luego se giró y se fue sin mirar atrás de nuevo corriendo por el bosque, hasta que de hecho se detuvo y de hecho miró atrás ya sin miedo e inclinó la cabeza como un pajarillo curioso para después elevar el vuelo hacia las alturas. Sin poder dejar de mirar el sitio por el que había desaparecido, aquel hombre se detuvo a recoger una de las flores que entre los charcos de luz florecían para dársela a su querida nieta cuando la viera.
Supo él que volvería a verla, pero para ello tuvo que esperar. Pasaron varios días y semanas, y casi otro mes cuando por fin una tarde en que la lluvia comenzaba y él volvía a casa muy aprisa giró la mirada casualmente más allá del camino y vio a la niña muy derecha sentada en medio de las hojas. Las gotas de agua resbalaban por su rostro confundiéndose con el sudor y confundiéndola con la lluvia mientras el aire que se alejaba gruñía y gemía en las alturas. Su expresión era la de un estanque reflejando a la perfección un cielo despejado, lo que contrastaba con la realidad del cielo encapotado.
El hombre caminó hacia ella unos metros y se detuvo, pues ella se estaba levantando. Lo hizo de un solo movimiento con gran agilidad y comenzó a avanzar hacia él con paso firme y seguro mientras portaba en una de las manos una vara que parecía ser o un bastón o una espada, probablemente lo segundo pues a él le constaba que ella no necesitaba bastón. La pequeña tenía el cabello largo y suelto cayéndole a la espalda, meciéndose con el viento ligeramente húmedo por la lluvia que alcanzaba a colarse entre las copas de los árboles e iba vestida muy formal con un saco, pantalón, corbata y camisa. Se detuvo de él a unos pasos y le sonrió con cortesía y una infinita bondad cuya deslumbradora presencia él no alcanzaba a comprender.
- ¿Quién eres? - preguntó mientras retrocedía un par de pasos, como deslumbrado por la energía que ella irradiaba.
- Mi nombre es Juana de Arco, doncella de Orleans y heroína de Francia. Vine porque tuve un sueño, un sueño muy extraño en el que era una pequeña niña que estaba sola y lloraba mientras sus padres gritaban y algo me golpeaba. Lo veo más claro todo ahora y no soy más la niña atrapada en la pesadilla, he roto el cristal siguiendo los coros del cielo y ahora estoy aquí en el bosque dispuesta a luchar con mi espada a la cintura y mi caballo atado a un árbol allí detrás. Vine a decirte que tu nieta estará bien si sale a jugar al bosque porque todas las niñas de todos los mundos que tenemos valor y curiosidad viajamos en un barco que navega por el río del cielo hacia el sol y más allá, hasta las lejanas estrellas que parpadean amodorradas. Ahora yo debo irme, me espera una batalla que por mi honor debo ganar y por mi patria que es la vida y mi himno la libertad, y los caballos del enemigo que son rápidos y avanzan con ojos rojos y espuma saliendo de sus hocicos no esperarán a que yo llegue para empezar.
Después de hablar esto la niña se fue con paso firme y casi militar rumbo a la profundidad del bosque sin ni una vez mirar atrás, y aquel viejo y pobre hombre que la buscó en su soledad se dio cuenta demasiado tarde que ya jamás la podría ayudar. Su nieta lo esperaba jugando sobre la alfombra y su rostro ensombrecido por un viaje sin final apenas se giró un poco para reconocerlo antes de sumergirse de nuevo en su pozo de alquitrán. Sus manitas movían a la pequeña princesa guerrera que subía las escaleras para enfrentarse a un gran dragón mas sin que el monstruo la esperase la figura se vio emboscada en el balcón, y su cuerpo salió despedido y se escapó de sus deditos para volar por los cielos de la sala en la penumbra hasta caer en las llamas del fuego del hogar que derritieron su delicada piel hasta hacerla centellear.
Supo él que volvería a verla, pero para ello tuvo que esperar. Pasaron varios días y semanas, y casi otro mes cuando por fin una tarde en que la lluvia comenzaba y él volvía a casa muy aprisa giró la mirada casualmente más allá del camino y vio a la niña muy derecha sentada en medio de las hojas. Las gotas de agua resbalaban por su rostro confundiéndose con el sudor y confundiéndola con la lluvia mientras el aire que se alejaba gruñía y gemía en las alturas. Su expresión era la de un estanque reflejando a la perfección un cielo despejado, lo que contrastaba con la realidad del cielo encapotado.
El hombre caminó hacia ella unos metros y se detuvo, pues ella se estaba levantando. Lo hizo de un solo movimiento con gran agilidad y comenzó a avanzar hacia él con paso firme y seguro mientras portaba en una de las manos una vara que parecía ser o un bastón o una espada, probablemente lo segundo pues a él le constaba que ella no necesitaba bastón. La pequeña tenía el cabello largo y suelto cayéndole a la espalda, meciéndose con el viento ligeramente húmedo por la lluvia que alcanzaba a colarse entre las copas de los árboles e iba vestida muy formal con un saco, pantalón, corbata y camisa. Se detuvo de él a unos pasos y le sonrió con cortesía y una infinita bondad cuya deslumbradora presencia él no alcanzaba a comprender.
- ¿Quién eres? - preguntó mientras retrocedía un par de pasos, como deslumbrado por la energía que ella irradiaba.
- Mi nombre es Juana de Arco, doncella de Orleans y heroína de Francia. Vine porque tuve un sueño, un sueño muy extraño en el que era una pequeña niña que estaba sola y lloraba mientras sus padres gritaban y algo me golpeaba. Lo veo más claro todo ahora y no soy más la niña atrapada en la pesadilla, he roto el cristal siguiendo los coros del cielo y ahora estoy aquí en el bosque dispuesta a luchar con mi espada a la cintura y mi caballo atado a un árbol allí detrás. Vine a decirte que tu nieta estará bien si sale a jugar al bosque porque todas las niñas de todos los mundos que tenemos valor y curiosidad viajamos en un barco que navega por el río del cielo hacia el sol y más allá, hasta las lejanas estrellas que parpadean amodorradas. Ahora yo debo irme, me espera una batalla que por mi honor debo ganar y por mi patria que es la vida y mi himno la libertad, y los caballos del enemigo que son rápidos y avanzan con ojos rojos y espuma saliendo de sus hocicos no esperarán a que yo llegue para empezar.
Después de hablar esto la niña se fue con paso firme y casi militar rumbo a la profundidad del bosque sin ni una vez mirar atrás, y aquel viejo y pobre hombre que la buscó en su soledad se dio cuenta demasiado tarde que ya jamás la podría ayudar. Su nieta lo esperaba jugando sobre la alfombra y su rostro ensombrecido por un viaje sin final apenas se giró un poco para reconocerlo antes de sumergirse de nuevo en su pozo de alquitrán. Sus manitas movían a la pequeña princesa guerrera que subía las escaleras para enfrentarse a un gran dragón mas sin que el monstruo la esperase la figura se vio emboscada en el balcón, y su cuerpo salió despedido y se escapó de sus deditos para volar por los cielos de la sala en la penumbra hasta caer en las llamas del fuego del hogar que derritieron su delicada piel hasta hacerla centellear.
Texto e imagen de Viento Nocturno
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