Ofelia

Autor: Banksy.

Cuando tenía cinco años me caí mientras mi madre me perseguía por la calle. Yo había visto un globo verde volando a toda velocidad hacia el sol, y al ser el verde mi color preferido no pude contener el impulso de desear atraparlo. En mi impulsividad de niña que se vive la vida entre sueños no pude ver que no estaba corriendo por cualquier calle, sino por una avenida. No me atropellaron sin embargo. Eso quizá hasta habría sido mejor, quién sabe. Resulta que había un agujero negro a la mitad de la calle que comunicaba a lo más profundo de la ciudad. Unos amables albañiles estaban comiéndose unas tortas mirando hacia el horizonte para descansar de la faena del día cuando caí de lleno en su trabajo, literalmente. No recuerdo mucho, únicamente que sentí como si fuera Alicia en la madriguera del conejo. Sólo que para cuando desperté no estaba en el fondo, sino de vuelta al exterior, viva y paralizada de la cintura para abajo. 

Desde entonces he pasado mucho tiempo sola en mi cuarto, y he aprendido acerca del silencio. Probablemente por eso cuando alguien me habla tiendo a hablar demasiado rápido, pero intentaré frenarme para contarte esta historia. Como te decía, mi parálisis es la razón por la que tengo que pasar mucho tiempo adentro, no siempre hay oportunidades para salir, y hace unos días mientras arreglaba mi ropa noté que había una sombra. Creo que atardecía, por eso la luz entraba tanto en mi habitación; pero esa sombra no era la de las cortinas. Me acerqué para averiguar la verdad y entonces lo encontré. Era un gato muy bonito, color pardo, que me miraba atentamente. Le abrí y le ofrecí un poco de ensalada de atún. Después de comer, se fue. 

Pensé en ese entonces que sería muy agradable que el gato volviera, que viniera y me hiciese compañía. Me emocionaba tener una especie de mascota callejera, que no tuviese que vivir en mi casa pero que me visitase de vez en cuando. Sin embargo, el gato comenzó a venir por alguna razón siempre en la madrugada. A veces a las cuatro, a veces a las seis, a veces a las tres, el gato se aparecía y comenzaba a arañar el cristal con sus pequeñas garras. No es que me molestase demasiado, yo quería darle de comer, pero creo que esas horas no son las más adecuadas para venir. Estudio la universidad en línea, y además ayudo a mis padres con la tienda de abarrotes que tienen instalada en la planta baja. No soy precisamente una chica desocupada. Fue por eso que empecé a dejarle en la ventana por afuera la comida, para que viniera y se alimentase si quería. Al despertar siempre recogía los envases sucios, y a veces cuando miraba por la ventana lo veía paseando por los tejados, lo que me reconfortaba.
Autor: Shintaro Ohata.

Sin embargo hoy en la madrugada volvió a arañar el cristal a pesar de que yo había dejado la comida afuera como siempre. Eso me desconcertó bastante, pero supuse que se habría lastimado así que prendí la luz, me levanté y lo dejé pasar. Fue una lástima tener que despertar si he de ser sincera porque estaba soñando algo muy bonito, creo que se relacionaba con un viaje muy largo. Pero no quería que el gato pensara que ya no lo quería cerca. Me costó especialmente en aquella ocasión trasladarme de la cama a mi silla de ruedas. Mi cuerpo parecía más entumecido que de costumbre. 

Apenas el cristal se deslizó por el marco de la ventana con su traqueteo pude sentir la sombra veloz del gato que entraba en mi cuarto a toda velocidad. Sin embargo cuando lo vi mejor pude notar con un estremecimiento que no era el mismo gato de antes, no era mi gato. Este se trataba de un gato negro, de pelaje sucio y mirada salvaje. Su andar altanero y desafiante me perturbó, pero lo que me hizo reaccionar lanzándole una zapatilla fue el hecho de que se decidiera a sentarse justo en mi escritorio, encima de mis cosas del trabajo de todo el último mes. Siseó y saltó encima de mi cama entonces, comenzando a toser apenas llegar y escupiendo justo encima de mi almohada una enorme bola de pelos. 

No pude soportarlo más. Creo que grité, llena de furia y repugnancia, y me lancé hacia él con todas mis fuerzas sin meditar. Probablemente estaba aún medio dormida, pero la verdad ese momento de estupidez me costó caro. Obviamente me caí de la silla, lastimándome en el proceso. Pero por primera vez no me sentí mal simplemente por mi movimiento. Una ira desconocida fluía como un torrente a través de mí, mientras gruñía maldiciones contra mi suerte, contra el hecho de tener que usar una silla de ruedas, contra los globos verdes, contra mi madre, contra los agujeros en medio de la calle, contra el mundo. 

El gato no pudo haber reaccionado de peor manera. Hecho una bola de garras, maullidos y gruñidos se lanzó a su vez hacia mí arañándome la cara. Después se vio afectado por un enfermizo frenesí ante mi avalancha de ira inesperada y se convirtió en una centella negra que cruzaba mi habitación en zigzag, quizá buscando una forma de escapar, mientras sus garras causaban destrozos a su paso. Cuando logré recobrar un poco dominio de mí intenté arrastrarme lejos de él. Vi en mi espejo de cuerpo completo una posibilidad para ocultarme, pero no conseguí resguardarme por completo. Mi pierna derecha quedó expuesta, volviéndose el blanco principal de sus garras y dientes cada que pasaba cerca de donde yo estaba. Creo que empecé a gemir en aquel entonces. Ya no me quedaban fuerzas para luchar.

Después de un rato llorando, me di cuenta de que el gato ya se había ido. Me acerqué como pude a la ventana para cerrarla maldiciendo aún todas las cosas existentes, y cuando levanté los ojos pude ver el sol. No me había dado cuenta de que el tiempo había pasado ya, y que el amanecer había llegado. Hacía mucho tiempo que no me detenía a verlo, creo que simplemente lo solía ignorar. Quizá el día que muera, mi último aliento nazca junto con el sol. Eso fue lo que pensé en aquel entonces. Ahora, si te he de ser sincera, no sé qué pensar.

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