El Grito

- La mujer de largas ojeras sonrió, lo que acentuó su parecido con una loba hambrienta. Entonces metió la mano a la bolsa y sacó con ella su contenido. Grité en cuanto la vi, escurriendo roja sobre el suelo con un goteo constante y viscoso, los ojos muy abiertos, los cabellos desgreñados: era la cabeza de mi hermano. 

Mi hermano menor me miró como si hubiera dicho alguna idiotez, y se dio la vuelta para dormir. Con un suspiro, me alejé hasta la puerta y apagué la luz al salir. Hacía mucho tiempo que había dejado de asustarse con mis historias, era como si simplemente se le hicieran todas tan predecibles, tan poco impresionantes. Mis padres no lo sabían sin embargo, ellos nunca sabían nada. Mi madre se interesaba solamente en los nuevos conciertos y discos de sus bandas favoritas, y mi padre en que los episodios de sus series salieran todos lo más pronto posible para poder verlos en maratónica sentadera. Mientras lavaba los trastes, el sonido de la televisión y el de mi madre hablando con sus amigas por teléfono eran los únicos que se escuchaban en la casa. 

El agua que escurría por mis manos estaba helada. Pero al menos lo había salvado, había logrado sacarlo de ahí. Mi hermano me miraba muy sorprendido y callado, con los ojos muy abiertos como dos pozos negros que se tragasen la luz de las estrellas. No podía sostenerse en pie, así que lo acompañé a casa. Se había caído en el depósito de agua del rancho de nuestros tíos, era invierno y estábamos pasando ahí una temporada. Acordamos no decirle nada a nuestros padres para que no se preocupasen, a los dos nos parecía una situación bastante tonta. Simplemente estábamos paseando, se había caído y lo había sacado. Mientras el sol comenzaba a salir por el horizonte y los pájaros despertaban del paisaje, yo llevaba a mi hermano a la habitación que compartíamos con nuestros primos para que se cambiara. Yo tenía unos 12 años, él sólo 6. 

El resto del verano con nuestros primos fue bastante extraño. Una mezcla de ir a explorar por los terrenos y ver la televisión, de jugar al fútbol y de jugar vídeo juegos. A mí sinceramente me divertía, pero no era la variación de mi vida habitual que esperaba. Quizá se debía a que éramos muy pocos para divertirnos, o quizá no teníamos lo suficiente. Yo me había imaginado que el campo era más grande, y resultó que era demasiado pequeño para poder fingir estar perdidos lejos de la civilización. Las altas cercas que rodeaban el terreno y los postes de luz extendiéndose por todas partes hasta en los bosques de los altos cerros le quitaban todo el encanto, ahí había conexión total. Pero sin duda lo más triste fue que los adultos no hicieron ni siquiera el esfuerzo que hicimos nosotros por aparentar que aquello era un descanso de sus vidas habituales.

Tras lavar los trastes, subí a mi habitación a hacer los deberes. Todas mis aplicaciones sonaban con notificaciones, y a la vez ninguna era importante. Mi celular lleno de fotos y juegos en realidad estaba vacío, mis conversaciones, todo. Todo era nada, y yo me sentía solo. No podía hacer la tarea así. Apagué el celular y la computadora para poder pensar, pero eso sólo me hizo sentir más solo. Me recosté entonces en la cama, con el lápiz en la mano, y mientras las luces rojas del sol rasgaban de heridas cada vez más profundas a mi techo, pensé en la muerte. Todo mi cuerpo tembló ante la lágrima, y entonces grité en silencio.

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