La Ejecución del Atardecer.

Los rayos del atardecer coronaban el océano. Era un espectáculo bastante curioso, el ver la roja aureola asomando entre las olas lejanas que se perdían en el horizonte. Algunas gaviotas picoteaban la arena en persecución de cangrejos pequeños y de las pobres crías de tortuga que recién salían del caparazón. En la cima de un acantilado, sentada en una mecedora, una anciana de largos cabellos blancos vestida con un viejo vestido negro lo observaba todo apaciblemente, con una ligera sonrisa. Sus manos llenas de arrugas, pero aún duras y fuertes, como si fueran de cuero, se dedicaban a tejer metódicamente, sin detenerse, una larga colcha. Iba entrelazando los hilos uno tras otro. Primero pasaba el verde, luego el rojo, y le añadía unos toques de amarillo y naranja. Después pasaba al azul, al morado, y repetía el ciclo. La manta ya caía a sus pies en un desordenado bulto, mientras se mecía apaciblemente.

Detrás de ella había una pequeña cabaña. Una cabaña de madera de roble, modesta, llena de flores en las ventanas de marco negro. La puerta estaba pintada de alegre amarillo, aunque la pintura hacía tiempo que se caía a pedazos. En el techo, una chimenea escupía algo de humo en cortas sucesiones, como si fuera una antigua máquina de vapor que estuviese perdiendo potencia poco a poco, ya a punto de detenerse. El jardín estaba lleno de pequeños retoños de violetas, rosas, y otras flores de colores prendidos. Todos, en sincronía, parecían estar ya a punto de florecer. Era un lugar del que la anciana debía de sentirse muy orgullosa, pues se notaba el buen cuidado en cada una de las hojas de las plantas, y en cada centímetro de madera pulida. Sólo la pintura estaba descuidada, aunque era comprensible, siendo que al parecer era más de lo que se podía permitir.

Mientras la mujer recordaba con nostalgia los días de su juventud, en que había viajado por el mar, un coche se detuvo en el camino que bajaba a la playa desde la cima de la colina de enfrente. Era un auto negro, discreto, que con los faros encendidos parecía perturbar la tranquilidad amodorrante de las arenas. La anciana lo miró con curiosidad. No estaban en temporada vacacional, y de por sí era muy extraño que esa playa recibiera visitas. La culpa la llevaban los tiburones y las rocas afiladas, que poblaban las aguas de la bahía. Tan sólo el verano pasado, unos gemelos se habían perdido para siempre en el interminable azul. Sus padres desesperados aún habían estado dando vueltas apenas el mes pasado. Aquel no era un rincón del mundo muy popular.

Las portezuelas del coche se abrieron de golpe. Se apeó con velocidad rayando en el frenesí una pareja de jóvenes. La chica tenía el pelo negro con las puntas pintadas de rojo, y vestía una larga gabardina negra con zapatos de tacón alto. El muchacho tenía el cabello peinado con un copete al frente y vestía unos pantalones de mezclilla agujereados y una chaqueta de motociclista repleta de bolsillos. Ambos dieron la vuelta al coche desde sus respectivos lados y cuando se encontraron en la parte trasera se dieron un beso rápido. La anciana los miró con algo de asombro. ¿Acaso irían a escoger su solitario rincón de playa para hacer sus cosas? Si era así, ya tenía lista la escoba.

Pero lo que los jóvenes hicieron fue abrir el maletero y sacar de su interior a una tercera chica un poco menor que ellos. Estaba atada y amordazada, además de llevar una venda en los ojos. Pero iba bien vestida, y su cabello rojo natural le indicó a la anciana que debía ser la nieta de una vieja enemiga suya que vivía en una mansión en la zona rica de la costa. La anciana se quedó viendo, sus manos quietas, como para evitar que la descubriesen, sin saber muy bien que hacer. Tenía el celular en la canasta de la costura a sus pies. No le costaría nada llamar a la policía. Sin embargo, los pensamientos del pasado eran demasiado ruidosos, y no la dejaban reaccionar.

Muchos años atrás, cuando era más joven y su esposo aún vivía, había sido amiga de esa mujer pelirroja. Por aquel entonces tenía una buena posición económica, y eran vecinas. El marido de aquella mujer le era descaradamente infiel con su secretario, y corrían los rumores de que pronto la dejaría, que la única razón de que no lo hubiera hecho ya era la hija que ambos tenían. Ella estaba desconsolada. Aunque todos los días intentaba animarla, ella no estaba segura de cómo hacer para que se calmara. Un día, se le ocurrió invitarlas a ella y a su hija a que la acompañaran junto con sus tres hijas al parque. Todo iba perfectamente, y la señora sonreía de nuevo, pero entonces un enorme oso negro había salido de la nada. Rugiendo y gruñendo, mirando a las niñas parado en sus patas traseras, había avanzado hacia las chicas aterrorizadas. Ella había corrido, había corrido para salvar a sus pequeñas, pero la mujer a su lado la había detenido, la había sostenido del brazo. Preguntaba por su hija, pálida y con los ojos muy abiertos. No se veía a la chiquilla por ningún lado. Sin embargo, bastó ese segundo de distracción para que sus tres hijas fueran asesinadas. El oso, que se había escapado de un zoo, fue sacrificado. Pero eso no le devolvió a sus hijas. Nada lo haría. Ni siquiera las súplicas por perdón de la mujer que había sido su amiga, y cuya hija pelirroja y de ojos verdes había resultado estar dormida en un árbol.

La pareja de jóvenes psicópatas lanzó a la muchacha a la arena como si fuera un costal de papas. La muchacha se retorció de dolor. Al parecer había caído en una zona pedregosa. La anciana sintió que sus manos comenzaban a temblarle. Las piernas no le respondían. Miró la escena, con los ojos muy abiertos y la piel tan pálida que bien podría ya estar muerta. Sabía que sólo era una mala pasada de su mente, pero tuvo la sensación de que había un enorme oso allá abajo, en la playa, escondido entre las rocas del risco. La pareja de jóvenes, ajena a la mujer que los observaba, tiraron de la cabeza de la víctima hacia atrás jalando violentamente su pelo. La chica se retorció. Dijeron unas palabras, y sin más ceremonias le rebanaron el cuello.

La anciana no pudo más. Se levantó de un salto, con el corazón palpitando desbocado en su pecho. Levantó la mano y sin estar muy consciente de lo que hacía señaló hacia los muchachos en la arena.

-¡AHÍ ESTÁN! ¡POLICÍA, VENGA RÁPIDO!- el grito había resonado en la bahía.

Los muchachos ni siquiera se habían molestado en voltear a mirarla. En cuanto habían oído mencionar a la autoridad, habían salido corriendo hacia el auto negro y se habían dado a la fuga. Las llantas rechinaron, resentidas, cuando dieron vuelta a la curva a toda velocidad y se alejaron hacia la carretera. "Predecible" pensó la anciana. Sintiéndose como si estuviese flotando o nadando, como si hubiera un anormal y expectante silencio a su alrededor, la mujer se había dirigido hacia las escaleras que descendían por la pared del risco hasta la playa. Se llevó consigo la cobija, que ya había acabado de tejer para cuando todo había comenzado. En ella se veía un hermoso dibujo del océano y la bahía, tejido con lujo de detalle. Lo miró con orgullo ensimismado mientras bajaba lentamente por las escaleras de piedra pulida por la brisa marina, agarrándose a las salientes en la pared para no caer.

Cuando llegó a la arena, se desprendió de sus viejos zapatos y se acercó descalza a la zona  de arena enrojecida por la sangre en la que estaba tendida la chica. Sus ojos eran azules como el mar, hermosos, y en ese momento miraban al cielo asustados y agonizantes, mientras de su boca salían unos feos estertores. La anciana se arrodilló junto a ella, la arropó con la manta, y sostuvo su mano. La chica se volvió a verla, y una señal de reconocimiento asomó a sus ojos. Movió los labios, y la anciana supo que decía algo. Se acercó para oír lo que susurraba.

-Usted... es... la madre... de las niñas... de las tumbas... Siempre... les vamos... a dejar.... flores... Abuela... dice... que... usted... es increíble...

La mujer sintió que todo su ser se estremecía y comenzó a llorar. Miró a los ojos a la hija de la que había sido su enemiga, y la muerte le regresó la mirada. La chica se había ido. La anciana se enjugó las lágrimas con la mano, y miró hacia el horizonte. El sol ya era apenas una fina línea roja en la lejanía. Mientras miraba la inmensidad del mar, sintió algo extraño. Como si las olas y el viento la llamaran, cada vez más apremiantemente.

Se levantó, y por primera vez en muchos años, no se sintió cansada. Sus rodillas no vacilaron, ninguno de sus músculos tembló. Cargó a la chica entre sus brazos, aún arropada en su cobija de bahía, y avanzó con ella hacia las aguas espumosas que chocaban contra la playa. Las olas lamieron sus pies conforme fue avanzando, llegando poco a poco a cubrirla por completo, hasta que lo único que se veía de la mujer era su cabellera blanca, ondulando sobre las olas. Finalmente eso también desapareció.

Fue entonces que se hizo de noche. A la mañana siguiente, el jardín de la anciana había florecido, todas las flores de forma sincronizada se habían abierto con los primeros rayos del sol. Parecía una alfombra de colores. La policía llegó a inspeccionar la zona a mediodía. Habían recibido notificaciones de la desaparición de la joven pelirroja, y como se había visto a dos de sus compañeros de bachillerato abandonar aquella playa a toda velocidad el día anterior, decidieron inspeccionar la zona. Encontraron de inmediato los zapatos tirados de la anciana al pie del risco, así como su mecedora, su canasta de tejer, y la mancha de sangre donde había estado acostada la muchacha. Sin embargo, por más que rastrearon tierra y mar, no encontraron señales de los cuerpos.

A las pocas semanas, sin embargo, los vecinos descubrieron con asombro que las zonas de aguas bajas de toda la bahía se habían cubierto repentinamente de nenúfares florecientes. Mientras en la costa todos miraban confundidos aquellas flores rosas flotando sobre el agua, en el cementerio una mujer de cabello rojo y ojos verdes iba vestida de negro. Sus ojos estaban algo ojerosos, y mostraban huellas de lágrimas recientes. Llevaba cinco enormes ramos de rosas blancas entre los brazos.

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