La Carta de Mar.

No lo entiendo. ¿Por qué? ¿Por qué tuve que ser yo el que recibiera esa carta? Ahí está, frente a mí, un simple trozo de papel, descolorido, arrugado, apenas legible en medio de todos esos garabatos. No se ve amenazador, su sombra apenas se nota en el suelo con la luz de la chimenea. Sin embargo, es dentro de mi alma donde la negrura que proyecta se vuelve más oscura con cada minuto que pasa. Mientras tanto, el enorme reloj de pie al lado de la puerta hace guardia para evitar que me escape. "Tic-Tac". 

Tiemblo. A pesar de que estoy al lado de la chimenea, me estoy congelando. El fuego parece helado. La habitación se ha congelado en el tiempo. El reloj se sigue moviendo, pero yo se que en realidad no ha pasado nada, ni un segundo. Sí, frente a mis ojos. Lo juro, el tiempo ha dejado de existir. El reloj se mueve a toda velocidad, pero cada manecilla sigue su propia dirección. Pero yo sigo ahí, y el tiempo se ha detenido. Entonces volteo al fuego, y comprendo la razón de que tenga tanto frío. El fuego se ha congelado. 

Me levanto lentamente, y mis huesos crujen. Apenas puedo mantenerme en pie. Estoy muy débil, la cabeza me da vueltas. Siento como mis piernas comienzan a doblarse. No, no puedo. Rápidamente me sostengo de la silla en la que estaba sentado. Es negra, con el respaldo rojo. Me recuerda al ataúd donde mi madre fue enterrada muchos años atrás. Negro, pero en el interior todo estaba cubierto por una mullida tela roja, se veía tan cómoda. Consigo pararme por completo, y miro hacia la otra salida de esa habitación vacía. Pero la ventana está tapada por una pared de obsidiana, tan lisa que puedo verme reflejado en su negrura. Miro con desesperación, buscando algo más en la habitación. 

Pero sólo está el reloj, la silla, y la carta. Esa maldita carta. Me agacho de nuevo, sin dejar de sostenerme de la silla, y la recojo. La lanzo a las llamas, pero sólo para recordar que éstas se han solidificado en hermosos pero inservibles témpanos anaranjados. El papel se abre, y las palabras quedan impresas en el fuego helado, fundiéndose con su superficie congelada, y haciéndose más fuertes, brillando con un halo rojizo. Mis ojos lloran, mientras me doy la vuelta e intento no mirar ese resplandor tan doloroso. Pero la sombra de las palabras está escrita en las paredes. 

Me cubro los ojos con las manos. Pero las palabras aparecen, grabadas en el interior de mis párpados, aparecen formadas por las venas en mis manos, en mis brazos, en mi cuello, en mis piernas, en mi pecho, en mi cabeza. Mis cabellos se tiñen con su rojo resplandor, y comienzan a mecerse como movidos por una tempestad despiadada, amenazando con arrancarse de mi cabeza. Caigo de rodillas, abro los brazos en cruz con las palmas hacia arriba, estiro el cuello y volteo la cabeza hacia arriba. Abro la boca, y grito. Pero no sale ningún sonido. Me atraganto, y escupo sangre. Horrorizado, comprendo que las palabras están grabadas en mi lengua, y que no puedo emitir otro sonido que no sea el de las palabras fatales. 

La imagen en el espejo de obsidiana comienza a oscurecerse cada vez más, hasta que desaparece en las profundidades de la negra roca. Entonces es que las paredes comienzan a gotear. Agua cayendo del techo escurriendo por las paredes, con un golpeteo rítmico, un goteo que evoca una melodía antigua, siniestra, que tal vez en algún momento de los albores del tiempo cantaran las aves monstruosas que vieron nacer el dolor humano. El cuarto se está llenando de agua. Son lágrimas, lágrimas del edificio, que llora por la destrucción que se desata en su interior, todo gracias a la carta, esa estúpida carta... El agua finalmente me hace flotar. Mi cabeza topa con el techo. Pronto moriré. El agua me cubre. La siento en mi nariz, en mi garganta. La presión, la desesperación por no poder respirar lentamente se extienden por mi cuerpo desde mi pecho.

Mientras todo eso pasaba en mi cabeza y en mi pecho, yo me encontraba sentado trabajando en mi pupitre de la escuela, Le sonreía a mis amigos cuando era necesario, hasta falsificaba una risa, e intentaba que mi voz no se quebrara al hablar. Lo hice muy bien. No descubrieron que en realidad era una máscara de normalidad, una falsa felicidad, una efímera tranquilidad, que como una flor amenazaba con marchitarse pronto e irse volando con el viento de invierno. Pero no me sentía satisfecho... Yo quería que alguien lo descubriese. Quería que me vieran, y que me dijeran que todo estaría bien, que podía superar el contenido de aquella carta, que podía seguir adelante. Que estaban conmigo.

Pero rodeado por mis amigos, estaba solo en mi cabeza. Cerré los ojos, y busqué a tientas la carta. La arrugué en mi bolsillo. La estrujé, la destrozé, la rasgué una y otra vez. Se sentía tan bien. Luego hecho eso, fui a tirarla a la basura. Me volví con mis amigos, y falsifiqué la sonrisa de nuevo. No, yo debía de seguir ahí. Debía seguir fingiendo. No por ellos, no porque fuera lo mejor. Si no para encontrar a alguien que me valorara lo suficiente como para encontrarme dentro de mi mismo de nuevo. Alguien que en verdad me quisiera. Valía la pena seguir adelante, sólo por ello. Valía la pena encontrar de nuevo a una persona así, siendo que ya había perdido a la primera...

La carta fúnebre era su adiós. Mi Luna se había ido al mar, para visitar sus profundidades y vivir con las sirenas. Mi Luna seguro reiría más allá abajo de lo que jamás lo hizo en las alturas. Ella odiaba a las presumidas estrellas.

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