La huella
El cielo gritaba sobre nuestras cabezas, furioso, como si quisiera destrozarnos y devorarnos con todo su poder. Aullaba y lamía nuestras paredes el viento, intentando hacer causa común con las alturas, mientras el mar rugía casi bajo nuestros pies, destruyendo roca a roca el risco para intentar arrastrarnos a sus oscuras profundidades. La campana en la torre sobre nuestras cabezas no paraba de repicar, una y otra vez, como si anunciara el advenimiento de Satanás.
Miré preocupado al profesor. Él pobre hombre estaba pálido como un muerto, sus ojos marcados por las ojeras estaban enrojecidos y temblaban tras sus anteojos. Una barba de varios días intentaba disimular unas mejillas hundidas. Se veía terriblemente mal, acabado, como un hombre que ha perdido el alma. Sus ojos vacíos recorrían la habitación de un lado a otro, sin saber bien que hacer, como un animal desorientado y asustado buscando una salida. La puerta, sí, la puerta estaba abierta. Sus ojos iban hacia ella constantemente.
La voltee a mirar a ella. Estaba hermosa, como siempre. Luna, de negros cabellos recogidos en una única cola de caballo con un listón rojo, Luna, cuyo cabello parecía balancearse en tranquilas ondas incluso aunque no hubiera aire. Luna, cuyos hermosos ojos verdes siempre miraban con diversión, brillando como un par de estrellas. Su boca se curvaba en una sonrisa hacia un lado, y la ironía escapaba de sus labios, mientras sus cejas se encontraban en el sarcasmo. Alzaba entonces la cabeza, en toda su altitud, y miraba hacia abajo, sonriendo.
Esa era la Luna que yo solía conocer, mi prometida, hermosa, de figura inigualable, siempre elegante, y sofisticada, con trajes de complicada confección. Luna, la fuerte hija del profesor, en esos momentos sin embargo no sonreía. Sus ojos eran dos témpanos helados que encerraran algún oscuro mal, y sus cejas se fruncían con tanta fuerza que temí por un momento que comenzaran a sangrar. Sus labios no expresaban ninguna emoción, pero de vez en cuando temblaban levemente, como si fuera a decir algo y luego se arrepintiera. No era la Luna que solía ser. Hasta su ropa era distinta. Mucho más simple, e insulsa, de colores chillones y ridículos.
Me pregunté si yo también habría cambiado. ¿En qué me habría convertido? No podía recordar nada, sólo que la noche anterior el profesor y su hija me habían despertado para llevarme al consultorio del hombre porque al parecer tenía mucha fiebre. Esa mañana, al despertar alrededor del mediodía, la tormenta se estaba comenzando a formar. Me había encontrado de vuelta en mi cama, atado de pies a cabeza. Por un momento me asusté, pero luego vino Luna a darme el desayuno y decidí que todo estaba bien. Ella me dijo que no me preocupara, y se fue. Me puse a ver televisión mientras esperaba a que algo pasara.
Al poco tiempo, me di cuenta de una serie de eventos extraños. En primer lugar, no podía pensar como solía hacerlo. Mis pensamientos se encontraban limitados, y eran bruscos o torpes en su mayoría. Por alguna razón, parecía como si todos mis pensamientos, mis emociones, mis acciones, se hubieran simplificado al límite de que ni siquiera me sentía con vida. Pero poco a poco, me acostumbré a esa nueva existencia superficial y poco prometedora. No tenía ningún sentido mi existencia, más que seguir los principios básicos que se me presentaban en un manual de instrucciones mental.
¿Era por eso que, al parecer, la razón de que estuvieran tan asustados fuera yo? ¿Por esos cambios insignificantes? A menos, claro, que no hubieran sido tan insignificantes...
Busqué toda aquella mañana, pero no había encontrado ningún maldito espejo en toda la casa. Sin embargo, en ese momento, pude sentir algo a mis pies, debajo de la mesa. Eran trozos de cristal roto. Frenético, me asomé debajo, ansioso por ver lo que era. En la carrera tumbé la mesa, con todo lo que había en ella, que se desparramó en desordenado caos. Mientras Luna y el doctor gritaban alarmados, y trataban de detenerme, yo me encontraba frente al reflejo fragmentado en mil pedazos de una vil criatura.
Parecía un humano, pero todos y cada uno de sus músculos estaba siendo ayudado por una máquina, volviéndome en un monstruoso ser creado a partir de códigos e información. Mi cerebro se había reducido a una serie de instrucciones pre programadas, que eran controladas por un enorme chip que ocupaba toda mi nuca. Mis ojos no me permitieron ver mucho tiempo esto, pues la máquina de inmediato los cerró. Intenté luchar contra ella, pero una sensación relajante se adueñó de mi mente, y no me permitió otra tarea que no fuera dormir.
Cuando desperté, estaba atado de nuevo. Luna lloraba amargamente, sentada en la ventana. Afuera la tormenta arreciaba. El doctor me miraba preocupado mientras estudiaba uno de sus libros, parado a los pies de mi cama. Supe que intentaba encontrar algo para cambiarme de nuevo, pero supe, de alguna forma, que no quería ayudarme. Sólo quería calmarme, volverme menos violento, más manso. Eso me enfureció.
Dicen que los humanos tenemos alma. Si es así, creo que en ese momento se vio manifestada. Pues mi ira, y toda mi fuerza tempestuosa, se desplazó a través de los muchos cables y tubos, infestando la máquina. Pronto el chip se tornó de un rojo ardiente, como si lo hubieran puesto al rojo vivo. Sentí cómo se fundía conmigo, volviéndose parte de mí, bajo mi control. El odio fluía de cada poro de mi cuerpo cuando las últimas piezas de metal que aún se mantenían adheridas al mecanismo central rompieron las cuerdas.
El doctor tragó saliva. Fue lo único que alcanzó a hacer antes de que avanzara hacia él con paso resuelto, encajándole uno de los tubos por el ojo y a través de toda la cabeza. El cristal de sus gafas se rompió, como un espejo que ya jamás a nadie podría cegar. Detrás de mí, en la ventana, la Luna gritó. Sus gráciles alas ahora lucían frágiles, endebles, incluso ridículas. Sus ojos lastimeros imploraban piedad. Pero yo no la tuve. Avancé, y ella retrocedió, pegándose a la ventana.
Fue entonces que con estruendo tremendo una llamarada de luz azul invadió la habitación. Sin embargo,esa luz no molestaba a mis ojos curiosamente. Las sombras de todos los objetos se alargaron monstruosamente por unos segundos, la que más se alargó fue la de la Luna, con sus brazos extendidos, cual pájaro a punto de emprender el vuelo. La silueta del rayo danzaba en locura. Cuando me di cuenta, había trozos de ventana rota por doquier, que no me habían cortado sólo por casualidad.
Luna abrió mucho los ojos. Su pecho se había vuelto negro, y se deshizo frente a mis ojos, mientras los suyos perdían toda luz, y ella caía hacia atrás, con los brazos extendidos, cual pájaro derribado desplomándose desde la alta torre en la que nos hallábamos hasta el charco de agua putrefacta que la lluvia había formado alrededor de toda la pequeña fortaleza. Triunfante, la tormenta pareció arreciar sólo con el propósito de hacer que el lodo devorara su cuerpo. El viento comenzó entonces a soplar con más fuerza, revelando allá abajo algo monstruoso, que hizo que la sangre se me helara en el pecho.
Bajé saltando los escalones de la torre de dos en dos, llegando finalmente hasta la entrada. Abrí rápidamente la amplia puerta de ébano y salí al lodazal, abriéndome paso entre los destrozados restos del jardín hacia la salida de la casa. Detrás de mí, el mar rugía con tanta furia que temí que me alcanzara y me masticara, pero pronto me tranquilicé. La canción del mar no era para mí.
Cuando alcancé el inicio del campo que se extendía a las afueras de mi casa, pude comprobar que la pesadilla era real. Miles de tumbas, surgidas gracias a los lodazales, se abrían por doquier, dejando al descubierto los cuerpos infantiles de millones y millones de niños, de todas las razas, clases, y apariencias, todos muertos, enterrados tan profundamente que hizo falta una tormenta para sacarlos. Sin embargo, sus muertes habían sido relativamente recientes. La sangre me hervía, pero supe que era hora de partir. Ya podía comprender la canción del mar.
Corrí hasta la colina en la lejanía, esquivando los cuerpos flotantes y las enormes zanjas negras de nauseabundos vapores. Cuando hube alcanzado la cima, me giré hacia la antigua casa de la que había sido prisionero. Pude verlo justo cuando pasó. Una enorme ola, monstruosamente grande, tan grande que más que una ola parecía un halcón cósmico, se alzó del mar. Extendiéndose por los cielos, cubriendo el horizonte, se dirigió a chocar justo a los pies de la colina en la que estaba. El agua estalló, saltando en todas direcciones, y bañándome con su salado néctar. Cuando volví a mirar, la casa seguía ahí, milagrosamente. Pero los cuerpos, todos los cuerpos, habían sido reclamados a las aguas. El mar finalmente había tomado lo que le correspondía.
La tormenta entonces amainó, los vientos se calmaron, y las nubes lentamente se comenzaron a despejar, mientras una suave llovizna caía besando mis mejillas enrojecidas. Mas el sol aún no salía, y supe que tenía que esperar un poco más. Fue entonces que la Tierra se estremeció. Sus cimientos se empezaban a re acomodar. Miré mi colina alarmado, temeroso de que se derrumbara, o que se abriera y me tragara. Pero no, la Tierra no me quería a mí. La Tierra se abrió bajo la casa del acantilado, la cual de inmediato se hundió con un estrépito que sonaba como un quejido tenebroso hacia la negra profundidad. Cuando desapareció, y no antes, fue que el primer rayo de luz solar se filtró a través de la negrura celestial.
Satisfecho, me di la vuelta, y continué mi camino. La tormenta podía haber acabado, pero yo sabía que no había muerto. Seguía viva, con toda su furia y su sed de negrura, con toda su fuerza y vil amargura. Seguía viva en mí, en mis ojos, donde aquel rayo de destello tan sublime había dejado para toda la eternidad su huella resplandeciente.
Miré preocupado al profesor. Él pobre hombre estaba pálido como un muerto, sus ojos marcados por las ojeras estaban enrojecidos y temblaban tras sus anteojos. Una barba de varios días intentaba disimular unas mejillas hundidas. Se veía terriblemente mal, acabado, como un hombre que ha perdido el alma. Sus ojos vacíos recorrían la habitación de un lado a otro, sin saber bien que hacer, como un animal desorientado y asustado buscando una salida. La puerta, sí, la puerta estaba abierta. Sus ojos iban hacia ella constantemente.
La voltee a mirar a ella. Estaba hermosa, como siempre. Luna, de negros cabellos recogidos en una única cola de caballo con un listón rojo, Luna, cuyo cabello parecía balancearse en tranquilas ondas incluso aunque no hubiera aire. Luna, cuyos hermosos ojos verdes siempre miraban con diversión, brillando como un par de estrellas. Su boca se curvaba en una sonrisa hacia un lado, y la ironía escapaba de sus labios, mientras sus cejas se encontraban en el sarcasmo. Alzaba entonces la cabeza, en toda su altitud, y miraba hacia abajo, sonriendo.
Esa era la Luna que yo solía conocer, mi prometida, hermosa, de figura inigualable, siempre elegante, y sofisticada, con trajes de complicada confección. Luna, la fuerte hija del profesor, en esos momentos sin embargo no sonreía. Sus ojos eran dos témpanos helados que encerraran algún oscuro mal, y sus cejas se fruncían con tanta fuerza que temí por un momento que comenzaran a sangrar. Sus labios no expresaban ninguna emoción, pero de vez en cuando temblaban levemente, como si fuera a decir algo y luego se arrepintiera. No era la Luna que solía ser. Hasta su ropa era distinta. Mucho más simple, e insulsa, de colores chillones y ridículos.
Me pregunté si yo también habría cambiado. ¿En qué me habría convertido? No podía recordar nada, sólo que la noche anterior el profesor y su hija me habían despertado para llevarme al consultorio del hombre porque al parecer tenía mucha fiebre. Esa mañana, al despertar alrededor del mediodía, la tormenta se estaba comenzando a formar. Me había encontrado de vuelta en mi cama, atado de pies a cabeza. Por un momento me asusté, pero luego vino Luna a darme el desayuno y decidí que todo estaba bien. Ella me dijo que no me preocupara, y se fue. Me puse a ver televisión mientras esperaba a que algo pasara.
Al poco tiempo, me di cuenta de una serie de eventos extraños. En primer lugar, no podía pensar como solía hacerlo. Mis pensamientos se encontraban limitados, y eran bruscos o torpes en su mayoría. Por alguna razón, parecía como si todos mis pensamientos, mis emociones, mis acciones, se hubieran simplificado al límite de que ni siquiera me sentía con vida. Pero poco a poco, me acostumbré a esa nueva existencia superficial y poco prometedora. No tenía ningún sentido mi existencia, más que seguir los principios básicos que se me presentaban en un manual de instrucciones mental.
¿Era por eso que, al parecer, la razón de que estuvieran tan asustados fuera yo? ¿Por esos cambios insignificantes? A menos, claro, que no hubieran sido tan insignificantes...
Busqué toda aquella mañana, pero no había encontrado ningún maldito espejo en toda la casa. Sin embargo, en ese momento, pude sentir algo a mis pies, debajo de la mesa. Eran trozos de cristal roto. Frenético, me asomé debajo, ansioso por ver lo que era. En la carrera tumbé la mesa, con todo lo que había en ella, que se desparramó en desordenado caos. Mientras Luna y el doctor gritaban alarmados, y trataban de detenerme, yo me encontraba frente al reflejo fragmentado en mil pedazos de una vil criatura.
Parecía un humano, pero todos y cada uno de sus músculos estaba siendo ayudado por una máquina, volviéndome en un monstruoso ser creado a partir de códigos e información. Mi cerebro se había reducido a una serie de instrucciones pre programadas, que eran controladas por un enorme chip que ocupaba toda mi nuca. Mis ojos no me permitieron ver mucho tiempo esto, pues la máquina de inmediato los cerró. Intenté luchar contra ella, pero una sensación relajante se adueñó de mi mente, y no me permitió otra tarea que no fuera dormir.
Cuando desperté, estaba atado de nuevo. Luna lloraba amargamente, sentada en la ventana. Afuera la tormenta arreciaba. El doctor me miraba preocupado mientras estudiaba uno de sus libros, parado a los pies de mi cama. Supe que intentaba encontrar algo para cambiarme de nuevo, pero supe, de alguna forma, que no quería ayudarme. Sólo quería calmarme, volverme menos violento, más manso. Eso me enfureció.
Dicen que los humanos tenemos alma. Si es así, creo que en ese momento se vio manifestada. Pues mi ira, y toda mi fuerza tempestuosa, se desplazó a través de los muchos cables y tubos, infestando la máquina. Pronto el chip se tornó de un rojo ardiente, como si lo hubieran puesto al rojo vivo. Sentí cómo se fundía conmigo, volviéndose parte de mí, bajo mi control. El odio fluía de cada poro de mi cuerpo cuando las últimas piezas de metal que aún se mantenían adheridas al mecanismo central rompieron las cuerdas.
El doctor tragó saliva. Fue lo único que alcanzó a hacer antes de que avanzara hacia él con paso resuelto, encajándole uno de los tubos por el ojo y a través de toda la cabeza. El cristal de sus gafas se rompió, como un espejo que ya jamás a nadie podría cegar. Detrás de mí, en la ventana, la Luna gritó. Sus gráciles alas ahora lucían frágiles, endebles, incluso ridículas. Sus ojos lastimeros imploraban piedad. Pero yo no la tuve. Avancé, y ella retrocedió, pegándose a la ventana.
Fue entonces que con estruendo tremendo una llamarada de luz azul invadió la habitación. Sin embargo,esa luz no molestaba a mis ojos curiosamente. Las sombras de todos los objetos se alargaron monstruosamente por unos segundos, la que más se alargó fue la de la Luna, con sus brazos extendidos, cual pájaro a punto de emprender el vuelo. La silueta del rayo danzaba en locura. Cuando me di cuenta, había trozos de ventana rota por doquier, que no me habían cortado sólo por casualidad.
Luna abrió mucho los ojos. Su pecho se había vuelto negro, y se deshizo frente a mis ojos, mientras los suyos perdían toda luz, y ella caía hacia atrás, con los brazos extendidos, cual pájaro derribado desplomándose desde la alta torre en la que nos hallábamos hasta el charco de agua putrefacta que la lluvia había formado alrededor de toda la pequeña fortaleza. Triunfante, la tormenta pareció arreciar sólo con el propósito de hacer que el lodo devorara su cuerpo. El viento comenzó entonces a soplar con más fuerza, revelando allá abajo algo monstruoso, que hizo que la sangre se me helara en el pecho.
Bajé saltando los escalones de la torre de dos en dos, llegando finalmente hasta la entrada. Abrí rápidamente la amplia puerta de ébano y salí al lodazal, abriéndome paso entre los destrozados restos del jardín hacia la salida de la casa. Detrás de mí, el mar rugía con tanta furia que temí que me alcanzara y me masticara, pero pronto me tranquilicé. La canción del mar no era para mí.
Cuando alcancé el inicio del campo que se extendía a las afueras de mi casa, pude comprobar que la pesadilla era real. Miles de tumbas, surgidas gracias a los lodazales, se abrían por doquier, dejando al descubierto los cuerpos infantiles de millones y millones de niños, de todas las razas, clases, y apariencias, todos muertos, enterrados tan profundamente que hizo falta una tormenta para sacarlos. Sin embargo, sus muertes habían sido relativamente recientes. La sangre me hervía, pero supe que era hora de partir. Ya podía comprender la canción del mar.
Corrí hasta la colina en la lejanía, esquivando los cuerpos flotantes y las enormes zanjas negras de nauseabundos vapores. Cuando hube alcanzado la cima, me giré hacia la antigua casa de la que había sido prisionero. Pude verlo justo cuando pasó. Una enorme ola, monstruosamente grande, tan grande que más que una ola parecía un halcón cósmico, se alzó del mar. Extendiéndose por los cielos, cubriendo el horizonte, se dirigió a chocar justo a los pies de la colina en la que estaba. El agua estalló, saltando en todas direcciones, y bañándome con su salado néctar. Cuando volví a mirar, la casa seguía ahí, milagrosamente. Pero los cuerpos, todos los cuerpos, habían sido reclamados a las aguas. El mar finalmente había tomado lo que le correspondía.
La tormenta entonces amainó, los vientos se calmaron, y las nubes lentamente se comenzaron a despejar, mientras una suave llovizna caía besando mis mejillas enrojecidas. Mas el sol aún no salía, y supe que tenía que esperar un poco más. Fue entonces que la Tierra se estremeció. Sus cimientos se empezaban a re acomodar. Miré mi colina alarmado, temeroso de que se derrumbara, o que se abriera y me tragara. Pero no, la Tierra no me quería a mí. La Tierra se abrió bajo la casa del acantilado, la cual de inmediato se hundió con un estrépito que sonaba como un quejido tenebroso hacia la negra profundidad. Cuando desapareció, y no antes, fue que el primer rayo de luz solar se filtró a través de la negrura celestial.
Satisfecho, me di la vuelta, y continué mi camino. La tormenta podía haber acabado, pero yo sabía que no había muerto. Seguía viva, con toda su furia y su sed de negrura, con toda su fuerza y vil amargura. Seguía viva en mí, en mis ojos, donde aquel rayo de destello tan sublime había dejado para toda la eternidad su huella resplandeciente.
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