La Mañana Roja

Se despertó con una sonrisa en la boca. El olor de la mañana entrando por su ventana abierta. Con cuidado, bajó de la elegante cama, calzando sus pantuflas. Se estiró, bostezó. Se dirigió al baño, para peinarse y arreglarse. El nuevo día comenzaba, y ella debía lucir hermosa como de costumbre, ni una arruga de preocupación, sin ojeras.  Con un suspiro, terminó de maquillarse, cogió el cuchillo que había lavado la noche anterior del lavabo, y se dispuso a bajar a la cocina para dejarlo en su sitio. 

Al pasar por la sala, se giró y contempló satisfecha. Ni una mancha. No había rojo en las paredes, ni en la alfombra, ni en la mesa, ni en las cortinas. Impecable, justo como debía estar. El aroma de la noche anterior hizo que le rugieran las tripas. Así que fue a la cocina. Comenzó a buscar en la alacena: zanahorias, tomates, aguacate, papa, apio, sal, chile, un poco de cilantro, y una pizca de pimienta. Puso a hervir las papas, las zanahorias y el apio con un poco de sal, mientras que el resto de los ingredientes iban a parar a la licuadora. Pero no la prendió, no, aún no podía prenderla, primero debía sacar el plato principal. 

Abrió el refrigerador. Ahí estaban los trozos de aquellos que apenas la noche anterior estaban sentados en su salón, sin sospechar lo que les esperaba. Sacó con cuidado un brazo, una pierna, una cabeza. Lentamente, su cocina se volvió una morgue. Cortó, saló, deshuesó, preparó todo con cuidado. Puso en el horno unas cosas, puso a freír otras, y otras mas a hervir con las verduras. Una vez hubo preparado eso, encendió la licuadora. 

El sonido de la licuadora en su máxima potencia era ensordecedor. La chica, de espaldas a la puerta, se quedó viendo el interior de la misma, para supervisar que la salsa se hiciera correctamente. Fue por eso que, hasta que la bala le hubo atravesado el cerebro, no notó nada. 

En la puerta, el agente novato temblaba, palideciendo lentamente al darse cuenta que acababa de matar a alguien. Si, tal vez ese alguien fuera una asesina caníbal psicópata, pero no se supone que la matara él, ahí. Sin embargo, el nerviosismo de ver esa cocina pudo con el, y había terminado apretando el gatillo sin querer mientras temblaba. 

Lo más odioso de todo, era el ruido de la licuadora, ensordecedor, elevándose por encima de todos los demás sonidos. Le ponía los nervios de punta, con un ruido así, jamás escucharía si alguien llegaba por detrás de él, tal y como le había pasado a la asesina. Esquivando el cuerpo, la apagó, dando un suspiro de alivio. De inmediato miró hacia el techo. Se suponía que su compañero había ido al segundo piso para revisar. 

Con cuidado, salió de la cocina, y se dirigió a las escaleras, pasando por los retratos antiquísimos de antiguos miembros de la familia de aquella chica. Cuando llegó al segundo piso, supo que algo andaba muy pero muy mal. El suelo del pasillo tenía un rastro de sangre que llevaba hasta uno de los cuartos, el cual tenía la puerta entreabierta. Temblando, se acercó y la abrió por completo, revelando el interior. 

La pistola cayó de sus manos, mientras observaba, sin moverse ni un milímetro, la terrible escena. Su compañero yacía muerto en el suelo, desangrado por múltiples heridas y con una mueca de terror pintada en el rostro. Y encaramado en la ventana frente a el, un muchacho sonreía. Tenía la boca y las manos cubiertas de sangre, y lo miraba con unos ojos totalmente negros, sin pupila, ni iris, ni blancura alguna en todo su globo ocular. Dos grandes alas negras, como de cuervo, nacían de su espalda, donde se replegaban con tranquilidad. Notó también, pocos segundos después, que donde deberían haber estado sus pies, unas sendas zarpas de águila se aferraban al marco del ventanal. 

Abajo, la licuadora volvió a encenderse. El policía dio un brinco, y volteó hacia atrás. Gran error, la bestia se abalanzó sobre él, lista para matarlo, rugiendo de hambre e ira. Lo tiró contra el suelo, inmovilizándolo con las zarpas, y acercó la boca llena de afilados dientes a su garganta. 

¡BANG! Un disparo certero, y la bestia cayó muerta de lado. El policía levantó la mirada. La mujer a la que había asesinado hacía unos minutos yacía ahí de pie, con una pistola humeante entre las manos. Aquello fue demasiado para el pobre corazón del policía, el cual se detuvo en aquel instante. 

La mujer miró a ambos policías muertos en el suelo, y una lágrima escapó de sus ojos. Maldito demonio, como se atrevía a entrar en su casa como si tal cosa. Con cuidado, llevó al demonio a la cocina, y lo preparó como alimento, así como había hecho con sus demás compañeros demonios. Después, tomó una botella con una extraña sustancia, y subió a donde había dejado a los policías. Los limpió a ambos con la sustancia, y todas sus heridas cerraron. Chasqueó los dedos, y la habitación quedó tan impecable como siempre. Luego, pronunció unas extrañas palabras en una lengua olvidada, y ambos policías se levantaron, sus almas volvieron a sus cuerpos, y se miraron extrañados, sin comprender nada. 

La mujer tocó sus frentes. 

-No había nada que ver, sólo fue una falsa alarma. Saben donde está la salida, que tengan un buen día- dijo la bruja, y luego los vio mientras se iban. 

Con un suspiro, volvió a la cocina. No podía creer que los humanos no se dieran cuenta que ella no trataba de hacer otra cosa que ayudarlos al erradicar a los demonios. Bueno, tal vez devorarlos se viera como una monstruosidad, pero su organismo necesitaba esa clase de carne, y mejor comer demonios que humanos. Suspiró. Mejor que permanecieran en su ignorancia. 

Apagó la licuadora, y justo en ese instante, tocaron el timbre. La bruja se miró en un espejo, se limpió un poco de sangre de la mejilla, se alisó el vestido, y sonrió. Perfecto. Fue hacia la puerta, y abrió, dejando entrar a al menos una docena de mujeres con sus maridos. Después de los saludos, se sentaron todos a la mesa. 

-Y dime, ¿cuántos demonios conseguiste para el desayuno en ésta ocasión?- preguntó una de las mujeres. 

-Nueve- contestó la bruja con una sonrisa- En unos momentos estará todo listo, hermanas y hermanos. 

Mientras las brujas y magos disfrutaban de su mañana roja, el policía joven pensaba en algo que lo tenía bastante confundido. Todos los rostros en los retratos que había visto en casa de aquella mujer, eran exactamente iguales. Y todos tenían fechas tan distintas... No podía ser que una familia mantuviera esa pureza de imagen tanto tiempo. A menos que... 

El policía sonrió para sí. No, aunque el rostro de la mujer se repitiera en todos aquellos retratos, eso no podía significar que tenía más de dos mil años. 

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