El Salón del Piano

Madre siempre decía que la habitación del piano estaba fuera de los límites para quien quisiera tener postre después de comer. Si es que había comida. Mi familia tenía por aquel entonces una dulcería, así que postre no faltaba. Pero casi nadie compra  dulces mientras el Fuhrer trataba de conquistar el mundo. Eran tiempos duros, y en lo que menos pensaban las personas era en sonreír.
Pero bueno, no estamos aquí para hablar del Fuhrer, o de los dulces que vendía padre, estamos aquí para hablar del cuarto prohibido. Tarde mucho en entender la importancia de ésta prohibición. De hecho, para cuando la comprendí, ya era demasiado tarde.
Una tarde, mis padres salieron a pagar los impuestos, y me dejaron a cargo de la dulcería. Como siempre, casi nadie se pasó por ahí. Sólo un par de viejas palomas y un gato negro se dignaron a asomarse a la puerta. La escoba los ahuyentó a todos. No tenía tiempo para limpiar sus suciedades. Tenía que estudiar mi lección de violín.
Sí, lo sé, una familia pobre con una dulcería en plena guerra, y yo tenía un violín. Sin embargo, la razón de ello era que mi padre, en otra época muy lejana y mucho más alegre, había sido un famoso y renombrado violinista. Sin embargo, la Gran Depresión y las crisis que vinieron con la guerra lo llevaron a la quiebra, y tuvo que aguantar el quedar olvidado. Fue por ello que nos mudamos a una casita pequeña, y que tuvimos que vivir del negocio que la familia de mi madre había mantenido por años: la repostería y preparación de golosinas.
Sin embargo, mi padre no deseaba que yo estuviera toda mi vida atascado en aquella dulcería, por lo que, usando su viejo violín, comenzó a enseñarme todo lo que sabía. A los pocos años, ya estudiaba yo solo, pues resulté tener un talento innato para la música. Ahora, encontraba acceso a las partituras de las canciones más complejas en la biblioteca pública, y me ponía a practicarlas. Mi familia estaba muy orgullosa de mí.
Yo sabía, sin embargo, que madre no siempre se había encargado de una triste dulcería. Ella sabía tocar el piano.
Pero por alguna razón, el único piano de la casa estaba encerrado en una habitación sin ventanas y con una sola puerta, exactamente en el centro de la casa. Ellos decían que estaba ahí porque, de esa forma, estaba más protegido de la humedad, la suciedad, el sol, etc. Pero yo sabía que debía haber otra razón.
En fin, ya nos hemos desviado mucho del tema, la cosa es que esa tarde que mis padres habían salido a pagar impuestos yo tenía lecciones de violín que estudiar. Pero no encontraba mi violín en ningún sitio. Terminé cerrando la tienda para subir a buscar en el segundo piso, pero tampoco había nada.
Sin esperanzas de encontrarlo ahí, revisé el armario de mis padres, ya que era posible que lo hubieran visto por ahí arrumbado y lo hubieran guardado ahí para que no se maltratase, pero nada. Sin embargo, justo cuando me disponía a irme, noté algo curioso. En una esquina del armario, la madera se levantaba levemente, revelando una especie de abertura. La miré, sorprendido y algo asustado. Tal vez mi violín había terminado del otro lado de aquella apertura, pero el problema era que justo detrás de aquella pared, se encontraba la habitación del piano. El salón prohibido.
La curiosidad comenzó a embriagarme. A pesar del temor a una reprimenda, y a la horrenda sensación detrás de la nuca de que algo malo se ocultaba ahí, me acerqué a la esquina del armario, levanté la madera más de lo que ya estaba, y me introduje por el hueco.
Me arrepentí de inmediato.
Del otro lado, sólo había oscuridad. Me levanté y a tientas busqué el interruptor de la luz. Había un olor dulzón y empalagoso en el aire que mareaba. En cuanto encontré lo que buscaba, encendí las lámparas. Al principio no pasó nada, luego hubo un pequeño estallido de energía y lentamente el par de lámparas que servían para iluminar el cuarto comenzaron a titilar, aumentando la intensidad de la luz gradualmente.
Mi violín no estaba en esa habitación. En esa habitación sólo estaba el piano, y unos curiosos recipientes transparentes del tamaño de tambos de basura en las paredes. No podía ver su interior con claridad, pero parecía que tenían algo. Mientras la luz aumentaba, me dispuse a buscar mi violín entre los tambos, y en todos los sitios que se me ocurrieron, pero nada. No estaba.
Ya me iba, cuando de pronto, uno de los tambos captó mi atención.
Ahora que las luces tenían una mayor intensidad, se alcanzaba a notar que su interior rebosaba de una miel algo opaca. Había algo grande acurrucado en el centro de toda esa miel. Un escalofrío me recorrió la espalda. Aunque sabía que lo lamentaría, aunque en realidad sólo quería salir del cuarto y olvidar todo aquello, pensar que sólo fue una mala pesadilla, aunque no quería saber lo que había dentro de la miel, me quedé en donde estaba. No podía moverme de hecho, por más que intentara.
Poco a poco, las luces revelaron una figura humana. Su rostro aún no se pudría del todo, fue por eso que pude reconocer a una vecina con la que mis padres habían tenido muchas peleas antes de que se mudara repentinamente. Horrorizado, di un par de pasos para atrás y choqué con el piano, haciéndolo sonar. El eco inundó la habitación, y no dudo que toda la casa. Me giré, asustado, lamentándolo de inmediato.  Pude ver las siluetas dentro de todos los frascos. Había unos vacíos, pero era evidente que serían llenados a su debido tiempo.
Entonces fue que sentí una mano que intentaba taparme la boca. De un manotazo, la aparté y me alejé. Era mi padre. Decía algo, mientras me hacía señas apremiantes. Parecía molesto, y por el temblor de las manos y los ojos, era evidente que estaba loco, de seguro iba a matarme. No podía oírlo por culpa del piano, pero se notaba. Dando un grito, lo empujé contra la pared y me fui por el hueco en la pared. Salí del cuarto, bajé las escaleras de dos en dos, y me topé con mi madre.
Se veía asustada, como yo. Ella evidentemente tenía miedo de papá. Fui corriendo a sus brazos, donde ella me recibió.
-Mamá, vámonos, algo raro le pasa a papá, tenemos que salir de aquí- le supliqué.
Mi madre empezó a llorar. Comprensivo, le acaricié la cabeza, pero entonces me di cuenta de algo. Ella no estaba llorando, estaba riéndose.
Horrorizado, me alejé lentamente de ella. Sus ojos tenían un brillo desquiciado, mientras se movía de atrás hacia delante con la cabeza echada hacia atrás y la mandíbula bien abierta, riendo a carcajadas. Su pelo largo y revuelto se agitaba alrededor de su rostro como un aura oscura de mal presagio. Me miró, sonriendo de oreja a oreja.
Y entonces entendí lo que había querido decir mi padre. El había dicho: “¡Vámonos hijo, antes que tu madre suba!”. Maldita sea, ¿cómo no lo había visto antes?
Mamá se adelantó y me dio un golpe en la cabeza. Todo se puso negro, y cuando desperté, tenía la mitad del cuerpo sumergida en miel, y el resto se iba hundiendo lentamente. Miré a mí alrededor. Mi madre cerraba la tapa del frasco de miel donde mi padre se hallaba sumergido, evidentemente muerto. Mis ojos se abrieron como platos. Debí hacer algún ruido mientras estaba en shock, porque cuando voltee, mi madre me estaba viendo con su sonrisa desquiciada en la cara.
-Veo que has despertado, mi querido angelito. Vuelve a dormir, no te preocupes por nada- mientras decía esto, cerraba la tapa del frasco sobre mi cabeza, que ya era lo único que sobresalía por encima de la miel- Dulces sueños, hijo. Muy dulces sueños… ajajaja… jajajajaja… JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA
Su risa maniática quedó ahogada de inmediato cuando la tapa se cerró. El interior del frasco estaba insonorizado. Bueno, así era mejor, podría dormir en paz. Cerré los ojos, y me abandoné al sueño eterno.
Pero unas horas después, desperté. Me notaba más liviano, como si flotara. Me di cuenta de que ya no era parte de mi cuerpo… Era un alma, sin cuerpo ni ataduras al mundo, entonces ¿por qué no podía abandonar aquel lugar?
Miré alrededor. Mi cuerpo estaba ahí flotando, y alrededor mío, todo era miel. Me intenté mover para salir, pero la miel era demasiado espesa, no me dejaba. Desesperado, comencé a luchar, pero mientras más luchaba, más fuerte era el agarre de la miel. Miré en los otros frascos. En ellos también se veía a las pobres almas de las víctimas de mi madre luchando sin parar, o ya resignadas a su destino algunas no se movían.

Una sonrisa irónica se hubiera dibujado en mis labios si tuviera cuerpo. Un chiste negro se había formado en mi mente al recordar lo que decían de nuestra miel en los buenos tiempos: “¡Por dios! Es más rica incluso que la que traen de Europa, ¿cuál es su secreto?”. A lo que mi madre solía contestar: “Ninguno, sólo que suelo poner toda mi alma en ella, debe ser por eso que sabe tan bien”.

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